Las huellas de un maestro
Aún recuerdo con nitidez las lecciones que me dejó. Incluso puedo precisar los años en que me enseñó: 1978 y 1979, cuando cursaba 5° y 6° de primaria en el colegio Claretiano de Trujillo. ¿El curso? Ciencias Histórico-Sociales. Pero curiosamente, su nombre se me había borrado de la memoria. Pregunté a varios compañeros de clase; todos evocaban sus enseñanzas, pero ninguno su nombre. Hasta que la prodigiosa memoria de mi amigo Kike Tantaleán lo rescató con nombre y apellidos completos: Mario Rojas Velezmoro. Gracias a él descubrí el placer de escribir. Nos dejó una tarea singular: cada uno de los 42 alumnos debía investigar entre familiares o conocidos alguna historia, mito o leyenda. Luego escribirla —a mano, si era necesario, pero con la mejor letra posible—, sacar 42 copias y hacer intercambios entre compañeros, como si fueran cromos de álbumes (por entonces reinaba el del Mundial Argentina 78). Así, al final del ciclo, cada uno tendría una antología con los 42 relatos del saló...