El parroquiano virgen


"Todo acabaré olvidándolo un día, excepto algunos besos"
Lucian Freud (pintor)

 A mis 19 años, mediados de los 80s, andaba triste. Me distraía entre los deberes de la universidad –primer año de ingeniería química–, los rechazos de la mujer que quería y el tener temas para escribir. Vivía en la urbanización Salamanca en Ate y un amigo –el primer amigo desde la infancia del que tengo recuerdo–, me contó que había ido al famoso “Cinco y medio”.

–Pero ¿ese no es un telo? ¿Con quién fuiste?

–Solo nomás, hay una zona al costado donde te atienden. Está 60 lucas.

–Pucha, no me alcanza, además con lo que me pasó en “La Nené”, ni ganas de ir a esos sitios.

–Este es distinto, hazme la taba, vamos para que sapees, estoy misio sino me meto de nuevo, ni pasaje vamos a gastar, esa vez fui porque me lo pagó un tío.

Y fuimos caminando.

Era martes, solo había un auto en el amplio estacionamiento con discreta luz. Dentro, era un acogedor ambiente con tenue luz verde no muy amplio –más grande era la cochera–, con música tropical, las chicas siempre sonrientes –recordé que mi viejo se refería a ellas como las mujeres de la vida alegre–, se hacían atractivas luciendo tangas cubiertas de tul, unas bailaban solas, otra bailaba con el único parroquiano –un hombre sonriente con las décadas suficientes para volver a ser chimuelo–. Otras simplemente estaban recostadas en los abundantes sofás de indescifrables colores, a la mano derecha de la entrada había un bar, donde había una sola conversando con el barman. Me acerqué a ella.

–Invítame un trago, cuéntame, ¿en qué trabajas?

–Estudio ingeniería, estoy trabajando en una embotelladora –mentí a medias–, y quiero ser escritor.

–¿Escritor? ¡Yo te puedo contar la historia de mi vida para que la escribas!

Y entonces Shirley se explayó y su vida no era nada alegre. Me contó cómo se enamoró a los quince, tuvo su hija a los 16 y su pareja la dejó –en cierta forma tuve suerte, aunque nunca he vivido en pareja, conozco amigas que las gomean–. Quedamos en que si la visitaba los martes –los martes viene poca gente–, me seguiría contando –si la encontraba libre–a excepción de de la última semana de mes.

Un día Shirley, al parecer se cansó de hablar, me miró de los pies a la cabeza y me dijo:

–A propósito, papito, tú nunca te atiendes.

Y le conté lo que me pasó en “La Nené”.

–No vas a comparar ese servicio con este.

A partir de allí, los papeles cambiaron, ella fue la amable y paciente receptora de las historias de mi vida, que se condensa en la frase: “ya cuando todo parece que está bien, siempre pasa algo que la friega toda”.

–Tu vida es bonita. Ya hubiera querido que sea así la mía –concluía Shirley.

Cada martes le llevaba las novedades de cada rebote sentimental. Un día, Shirley se me acercó y para mi sorpresa me besó con intensidad, dejándome el sabor de tabaco, chiclets y alcohol. Me sentí fresco, liviano. Feliz.

Se quedó admirándome. Sentí que le reboté parte de mi felicidad.

–Desahuévate y simplemente búscate otra, ¿ves que puedes?

–Disculpa Shirley, ¿te tengo que pagar?

–No seas huevón –me respondió riéndose y me abrazó.

 

 

 

 

 

 

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