El admirador misterioso

 

El camino trujillano para ir al colegio era rutinario. Las mismas personas en el paradero, los mismos pasajeros en el microbús, recuerdo que era una línea color verde al que llamábamos “el California”, pues su último paradero era en la urbanización California sonde quedaba mi colegio. Era un ecosistema muy sensible, bastaba adelantarse o atrasarse un par de minutos para que el paisaje cambie y te sientas un intruso dentro del microbús. Recorría la imagen de las gentes e imaginaba qué harían cada uno, por supuesto, con las limitaciones propias de mi poca edad.

Pero había una escolar, que seguramente tendría 13 años como yo, que me impresionaba y activaba en mí, el imaginar historias con ella. Entonces decidí escribirle: le dije en una carta que me alegraba verla todos los días y que imaginaba que íbamos al cine, caminábamos por Huanchaco, y recorríamos Trujillo siempre juntos. Le narré que me había percatado que estudiaba en el colegio Hermanos Blancos y que los jueves se veía hermosa con su buzo de Educación Física. ¿Quién soy yo? Yo soy parte del paisaje del camino microbusero, siempre las mismas personas, viniendo de desconocidos lugares anteriores,  subiendo y bajando en los mismos paraderos, y que ella subía muy cerca de la urbanización Santa María en la avenida América Sur. Le quise decir que yo siempre me sentaba atrás del bus pegado a la ventana para que ningún adulto me pare, pero mi timidez no me permitía delatarme de buenas a primeras. Le dije que me gustaría conocerla y que por favor descubra quien soy.

Ella portaba siempre –a excepción de los jueves, cuando llevaba un bolso negro deportivo, valgan verdades, no muy bonito– una canasta grande de mimbre a donde me sería muy fácil meter con sigilo mi carta. Ese día no me senté para el lado de la ventana, para sorpresa no sé si de todos, pero sí de la joven señora a la que cedí el asiento, me paré (pensé: “espero que no se mal acostumbre que a partir de mañana retorno a mi asiento para el lado de la ventana”). En una acelerada y frenada, frecuente en el micro (hasta eso se repetía), dubitativo y nervioso, le puse dentro de la canasta mi anónima carta.

Al día siguiente, esperé llegar a su paradero. Subió. Era notorio que la había leído pues sus hermosos ojazos bailaban revisando a cada uno de los viajeros. Yo la miraba un ratito y me hacía el desentendido observando las calles trujillanas que me mostraba la ventana.

Así pasaron los días, ella auscultando a las gentes y yo auscultándola a ella solapadamente. Ni me imaginaba cómo dar el siguiente paso. Cuando menos pensé, la vi sacando mi carta de su canasta de mimbre, mientras hablaba con otro escolar, quien le sonreía y asentía. A partir de allí su charla con él fue diaria, amena y sin pausa. Decidí con tristeza ir al colegio en bicicleta. 


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