Matrimonio Huanca
Aunque todos saben que tengo fama de agarrado —perdón, de economista emocional—, aquel día me dejé llevar por el afecto. El novio era buen tipo, así que decidí romper la chanchita y, en un acto de generosidad rayano en el despilfarro, me fui al Mercado Central y adquirí una caja de copas de cristal finísimo, procedente de la lejana y prestigiosa provincia china de Jiangsu… o al menos eso aseguraba el vendedor, con la solemnidad de quien está cerrando un tratado comercial.
Pero no bastaba con que el contenido fuera valioso: tenía que parecerlo. Así que lo llevé a envolver profesionalmente. Papel brillante, cinta dorada, y una tarjeta manuscrita que decía “Con cariño” en letra tan fina que parecía haber sido escrita por Confucio con plumón dorado.
La boda sería en la “incontrastable” ciudad de Huancayo. Y claro, poner mi obsequio en la bodega de un bus —aunque sea VIP y venga con asiento reclinable y mate de coca— me parecía una herejía logística. Así que fui en mi auto, con la caja abrochada al asiento trasero como un pasajero ilustre.
La ceremonia religiosa fue emotiva. Pero la verdadera fiesta —la que sacude el alma— sería la recepción. ¿En un salón? No. ¿En un jardín? Menos. Era en un coliseo. Desde una cuadra antes se escuchaba el huaylarsh: alegre, vertiginoso, contagiante. Una orquesta en vivo hacía que hasta los adoquines quisieran bailar.
El maestro de ceremonias narraba todo con voz vibrante, intercalando coros espontáneos de señoras que soltaban unos “ajajajá, ajajajá” que combinaban canto, alegría y probablemente un poco de cerveza en sangre.
Los invitados formamos la cola bailable. Al fondo, los novios y padrinos esperaban entre torres de cajas de cerveza que parecían defensa antimisiles. Pero lo más llamativo era el desfile de regalos: refrigeradoras, lavadoras, muebles, dos toros vivos (con moño incluido), una camioneta station wagon y un camioncito nuevo, todo decorado con mantos de papel moneda como si fueran carrozas de carnaval financiero.
Un detalle curioso, casi antropológico: según la dimensión del regalo, los padrinos (o los novios) tasaban y calculaban con impresionante rapidez un equivalente de gratitud en forma de cerveza. Lo observé con fascinación:
El camioncito: unas 20 cajas.
La camioneta: 10 cajas.
Un horno de microondas: un par de botellas.
Los mantones con billetes pegados: de tres a seis cervezas.
Fue en ese momento cuando miré mi caja de copas con otros ojos. Mi fino cristal de Jiangsu —tan frágil como mis expectativas— parecía haber sido tasado internamente por un jurado invisible y austero. Dudé. Intenté retroceder discretamente, pero una familia que venía bailando con un chancho horneado del tamaño de un niño de primaria me empujó con cariño y me animó: “¡Ajajajá, sigue no más, primo!”
Así que avancé, girando la caja para que no se notara el “Hecho en China”. Finalmente llegué a la mesa de los novios. El maestro de ceremonias anunció:
“¡Jorge entrega su regalo de fina cristalería china!”
Claro, no dijo Jiangsu porque ya sería pedirle que hable mandarín.
El padrino la recibió. La sopesó con seriedad. La agitó un poco, como si midiera su sonoridad ceremonial. Cerró los ojos. Asintió. Y en un gesto cargado de simbolismo ancestral, abrió una sola botella de cerveza, me sirvió un vaso generoso y me lo ofreció con reverencia.
—Por la felicidad de los novios —dijo.
Levanté mi vaso como quien brinda con dignidad diplomática y bebí.
Y mientras el huaylarsh seguía, entendí que mi regalo —aunque humilde en la escala cervecera— había valido lo suyo: un vaso entero, servido con cariño y con un “ajajajá” de fondo que valía oro líquido.
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