La química del reencuentro: cariño de alta pureza

En la ciudad de Huacho, cuando tenía apenas tres años, descubrí una verdad que aún me acompaña: el afecto más puro no necesita palabras. Mi padre había sido enviado a trabajar fuera de Lima por un tiempo, y su ausencia marcaba mis días con un hueco que solo se llenaba en el momento del reencuentro. A veces era él quien regresaba; otras, éramos mi madre y yo quienes viajábamos para verlo. En ambos casos, mi reacción era la misma: una alegría desbordante, visceral, como un pequeño estallido en el pecho. Una fiesta del alma. Con los años, esa memoria emocional ha regresado a mí desde lugares inesperados: el salto de Pelusa, la perrita de mi enamorada de aquellos años universitarios; el ronroneo cómplice de Napoleón, mi gato de épocas intensas y existenciales; la mirada de Charly, mi pato de infancia, y la fidelidad silenciosa de su compañera Daysi. Hoy, en el presente compartido con Derridá —mi gata con nombre de filósofo y alma felina— sigo reconociendo ese mismo patrón. Lo curioso es qu...