La felicidad de vivir en avenida Báltica

A finales de los setenta, cuando los pantalones acampanados se llevaban con seriedad y los zapatos Makarios eran símbolo de autoestima bajita pero firme, me regalaron un Monopolio nuevecito que dejé guardado como quien guarda una corbata en la infancia: con respeto, pero sin intención de usarla. También me obsequiaron un juego de fútbol mecánico —una especie de pinball futbolero de plástico— que tenía más épica que el Mundial del 78. Cada jugador tenía dos botones detrás de su arco, y una pelota que salía disparada con la furia de un meteorito chiquito. Lo jugábamos todas las noches con mi buen amigo Carlos “Calincho” Babá Fukuy, en la tienda de sus padres, usando una mesa que, además de comedor, era cancha, escritorio y, en algún momento, altar de la risa. El juego, noble pero mortal, sucumbió a tantas finales disputadas sin piedad. Cuando se rompió, Calincho me miró con esa tristeza de quien ve caer una república: —¿No tendrás otro juego? Y me acordé del Monopolio. Ahí empezó u...