La química que se rompe
Cruzar la avenida Néstor Gambeta en Ventanilla no suele dejarme pensando en psicología. Pero esta vez fue distinto.
Vi a un niño de unos tres o cuatro años corriendo hacia su padre. La escena fue instantáneamente luminosa: el pequeño se lanzó con esa alegría desbordante que no necesita permiso ni razones. Su madre, unos pasos adelante, lo observaba con una sonrisa que reconocí. Era la misma que yo sentí en Huacho, a los tres años, cuando corría hacia mi padre luego de una larga separación.
Todo era ternura. Hasta que dejó de serlo.
El padre, al sentir el abrazo del niño, respondió con dureza: "¡Suéltame, no me toques!" Lo dijo sin mirarlo, como quien aparta un objeto molesto. El niño insistió, como insisten los seres que aún no aprenden a reprimir su ternura. Pero el padre persistió también, en su gesto seco, en su incomodidad. Me dolió verlo. Lo seguí una cuadra más hasta que no pude. No por prisa, sino por tristeza.
No juzgo a ese hombre, aunque me duela lo que vi. Intuyo que quizás también fue criado así. Que tal vez le enseñaron que el afecto se dosifica, se regula, se esconde. Que los abrazos son sospechosos si vienen de un varón. Que hay que “hacerse hombre”, como si eso implicara desactivar la ternura.
Y mientras rumiaba esa escena, me di cuenta de algo curioso: ¿por qué justo ahora me tocaba ver algo así? ¿Por qué justo después de haber escrito sobre los afectos más puros y viscerales, esa memoria infantil que compartimos con los animales y que reaparece cada vez que alguien nos recibe con alegría sincera?
La respuesta me llevó al llamado efecto Baader-Meinhof. No es un fenómeno místico ni nada esotérico. Es simplemente un sesgo de percepción: cuando aprendemos algo nuevo, o estamos emocionalmente conectados con una idea, empezamos a notar su presencia en todas partes. Como cuando te hablan de un auto rojo y de pronto ves autos rojos en cada esquina. O cuando tu pareja está embarazada y comienzas a notar embarazadas por todas partes.
Lo que cambió no fue el mundo, sino tu filtro. Tu atención empieza a sintonizar con eso que tienes presente. Hoy, mi sensibilidad por los afectos puros me hizo ver esa escena con una intensidad que quizás antes no habría tenido. En otro momento, quizás no la habría notado. O habría pasado sin detenerme en el gesto, sin leer en él una pequeña tragedia silenciosa.
Y eso también me lleva al pensamiento crítico. Porque si algo heredamos con frecuencia —además del afecto— es la forma de reprimirlo. Muchos repiten lo aprendido sin cuestionarlo, como una cadena de obediencias que nadie se atreve a cortar. Pero el pensamiento crítico no es solo para hablar de política, ciencia o religión. También es una herramienta vital para criar mejor, para amar mejor, para desobedecer cuando lo heredado duele.
Yo no soy perfecto. Reniego. Discuto. Pero nunca rehuí el afecto con mi hijo. Y quizás por eso nunca tuve los temidos “problemas de adolescencia” con él. Tal vez porque no le exigí que aprendiera a desconectarse. Tal vez porque, simplemente, nunca le grité “no me toques”.
Hoy, esa escena callejera me recordó que no solo se heredan gestos: también se heredan silencios, ausencias, miedos. Y que los niños —al igual que ciertos animales, al igual que el niño que fuimos— insisten. Insisten en amar sin condiciones. Insisten en recordarnos que, antes de cualquier cálculo, hay una química afectiva que, si se rompe muy temprano, puede marcar para siempre.
Comentarios