Comprando el pan con Kahneman
Cada mañana, después de alimentar a la gata, salgo a comprar pan. Es casi una rutina mecánica, pero ese día algo rompió la monotonía.
Al dar la vuelta a la esquina, me encontré con un río sucio y pestilente cruzando la calle. No era un charco cualquiera; el agua corría con ese inconfundible color de desastre urbano. Desagüe atorado, pensé. Un asco.
Me detuve a evaluar la situación. ¿Cómo cruzar sin mojarme? Encontré el punto más estrecho y di un salto preciso. Lo logré. Llegué seco a la panadería.
—Qué desastre lo del desagüe —comenté mientras me daban el pan.
—¿Desagüe? No, es agua limpia —respondió la vendedora.
Me quedé en silencio. No podía ser. Yo lo había olido. Salí de la tienda y seguí el cauce hasta su origen. Efectivamente, era una fuga de agua potable. Volví al mismo charco de hace minutos y lo olí otra vez. Ya no olía mal.
Allí recordé a Daniel Kahneman y su libro «Pensar rápido, pensar despacio». Nuestro cerebro ama las respuestas rápidas: si algo parece sucio y huele mal, es peligroso. Pero cuando me dieron nueva información, mi percepción cambió. La mente juega con nosotros.
¿Cuántas veces en la vida hemos confiado ciegamente en nuestros sentidos, en nuestras primeras impresiones, sin darnos cuenta de que están teñidas por experiencias previas y sesgos? Kahneman y Tversky con la teoría prospectiva demostraron que no tomamos decisiones de manera racional, sino en función de nuestras emociones y contexto. Lo que creemos seguro puede ser una trampa, y lo que tememos, una ilusión.
Esa mañana no solo compré pan. Aprendí que no puedo confiar ni en mi propia nariz.
Comentarios