El marino de los rompecabezas


Era la Lima de la hiperinflación, cuando el pan subía de precio entre desayuno y lonche, y la tecnología llegaba tímida como un rumor en la cola del pan. En esa época, mi gran amigo Vitucho —devoto del cómputo y visionario de los diskettes— ya venía guerreando con una Commodore 64, cuando aún el entorno Windows era solo un sueño húmedo de Bill Gates o Paul Allen… o ambos, en un garaje con aire acondicionado.

Cuando empezaron a asomar las primeras máquinas compatibles con IBM y su glorioso DOS (todas letras blancas sobre fondo negro, como la conciencia de un político peruano), los diskettes comenzaron a ser desplazados por los discos compactos, que algunos pronunciaban “cidís” con solemnidad cuasi religiosa.

Un día, Vitucho, escudriñando el periódico El Comercio como quien busca oro en el Rímac, encontró una oferta de cedés regrabables al por mayor. Sin pensarlo dos veces, me pidió que lo acompañara a recogerlos a un rincón algo misterioso de San Juan de Lurigancho. La aventura informática nos había convocado.

Al llegar, nos recibió un señor de unos 45 años, bigotón, robusto y con el aire despreocupado de quien ha vivido demasiado como para preocuparse por cosas pequeñas, como la inflación o el apocalipsis. Nos explicó que era marino mercante y que, pese al caos nacional, él era feliz. Pero feliz-feliz, no solo de labios para afuera. Tenía esa clase de felicidad que se le notaba hasta en la forma de abrir el candado del almacén.

Mientras nos mostraba los discos —buenos, bonitos y baratos— nos soltó un par de chistes marinos sazonados con más sal que el Pacífico, y cuando ya creíamos que el trato había terminado, nos pidió un momento.

—No se vayan todavía, tengo algo que mostrarles —dijo con una sonrisa que ya anticipaba travesura.

Desapareció unos segundos y volvió con un grueso álbum de fotos que había sufrido algún tipo de tragedia doméstica: las imágenes estaban pegadas como si hubieran pasado por un tsunami sentimental. Aun así, podían distinguirse postales dignas de catálogo escandinavo: mujeres hermosas, de ojos verdes, azules, miel y hasta bicolor, abrazadas a nuestro feliz comerciante como si él fuera el mismísimo Poseidón en tierra firme.

—Disculpe la curiosidad —me animé a preguntar, intrigado por el peculiar estado del álbum—, ¿por qué sus fotos están todas pegadas?

—Ah… eso —dijo, bajando un poco la voz con sonrisa pícara—. Resulta que mi mujer las descubrió. Se molestó, las rompió, las botó a la basura y tuve que rescatarlas una por una. Las pegué con paciencia, como quien reconstruye su pasado romántico con goma y resignación. Por suerte, las recuperé todas.

Y añadió, como si fuera el remate de una campaña de marketing global:

—En unos días zarpo de nuevo. Si todo va bien, regreso en cuatro meses con más productos… y nuevas fotos. Estén atentos a mi anuncio en El Comercio.

Salimos de ahí con los discos bajo el brazo, contagiados de su desbordante optimismo y satisfechos por los precios de infarto. A veces la vida, incluso en tiempos de crisis, te regala historias como esa, armadas como rompecabezas… o rescatadas de la basura por amor propio y algo de pegamento.


Comentarios

Entradas populares de este blog

Comprando el pan con Kahneman

La química del reencuentro: cariño de alta pureza

La suerte entre suspiros