El Leonardo Favio de Santo Dominguito

Fui a mi primer concierto a los ocho años en 1975.  Vivíamos con mis padres y mi hermano en Santo Dominguito, una urbanización trujillana donde los veranos olían a polvo, aguardiente Cartavio y a radios mal sintonizadas. En esa época, el mundo llegaba en blanco y negro por canales enlatados, y uno debía conformarse con ver la magia entre rayas, fantasmas y zumbidos eléctricos. Pero un día, sin que lo esperáramos, la magia bajó del televisor y se subió a una mesa.

A Santo Dominguito solían visitarnos unos primos de mi papá, los Castro. De todos ellos, había uno que parecía estar hecho de ritmo y palabras: Pelito, un tipo alto como poste de estadio, extrovertido, melódico —con él descubrí lo que era salsa—, y que había sido —nada menos— arquero juvenil del Alianza Lima (dato que, como buen hincha de la "U", menciono con la debida distancia afectiva, pero con respeto). Tenía una voz afinada y un carisma que convertía cualquier esquina en tertulia. Junto a sus cigarrillos Ducal, cantaba a toda hora, como si llevara una orquesta por dentro. Y donde llegaba, hacía amigos con una facilidad que rayaba en lo sobrenatural.

Un día cualquiera —porque en los buenos recuerdos los días no tienen fecha, solo clima emocional— fui a la tienda de la cuadra, atendida por una mujer guapísima, de esas que uno no olvida aunque no sepa por qué. Cuando cerró la tienda, los muchachos del barrio —todos de unos veinte y tantos— comenzaron a organizar un festejo espontáneo: comida, tragos y música, la trinidad sagrada del barrio. Me dejaron quedarme un rato, con mi gaseosa en la mano y los ojos como platos. Yo era el niño de la esquina, el invitado invisible de cada reunión adulta, y eso me convertía en espectador oficial, sin que nadie pensara en echarme.

Fue entonces, cuando los cubas libres iban por la quinta ronda, que llegó Leonardo Favio. O mejor dicho, llegó Pelito. Con la guitarra tocada por la anfitriona y la voz en su punto óptimo de ron con Coca Cola, mi tío subió al escenario, que no era más que una mesa de comedor reforzada, y empezó la función. A pesar de su estatura imponente, se deslizaba por las melodías con la dulzura de un trovador. Los jóvenes lo ovacionaron como si estuvieran en el Luna Park. Yo, a mis ocho años, aún creía que el verdadero Leonardo Favio podía aparecer en cualquier momento, tal vez haciendo una escala insólita entre Buenos Aires y el cielo, justo en nuestro barrio.

Pero era Pelito. Y, para ser sincero, esa noche fue Leonardo Favio. Lo fue con todas sus letras. Cantó Fuiste mía un verano, Ding dong, las cosas del amor, Ella ya me olvidó y, por supuesto, Quizás, simplemente te regale una rosa. Su voz, ronca, potente pero dulce, parecía salir directamente del equipo Sankey de mi papá. Los vecinos coreaban emocionados, y yo no entendía del todo qué era esa mezcla de risa, ternura y nostalgia que me invadía, pero sabía que estaba viendo algo especial.

A veces me preguntan si alguna vez vi a Leonardo Favio en concierto. Y yo siempre respondo lo mismo:

—Sí, claro. Fue en Santo Dominguito. Y cantó sobre una mesa de comedor. Medía casi dos metros y había sido arquero del Alianza. Pero esa noche, fue el más romántico del barrio… que, hasta donde mi ojo de niño novelero recuerda, conquistó a la anfitriona.


Comentarios

Entradas populares de este blog

Comprando el pan con Kahneman

La química del reencuentro: cariño de alta pureza

La suerte entre suspiros