La mujer de fuego

 


Hoy vi a un niño ser auxiliado por su madre a causa de un rasguño tan leve que, si hubiera sido más superficial, habría pasado por una caricia del viento. Pero el rostro de horror del hermano mayor —quien lo miraba como si acabara de ver a Regan girar la cabeza en El Exorcista (Linda Blair incluida)— me hizo pensar que aquel pequeño accidente era, para ellos, una tragedia griega con elenco infantil.

Fue entonces, en esa escena de drama con lágrimas y polvo mágico, que recordé a la mujer de fuego.

Corría el año 1986, en el laboratorio de Química II de la gloriosa Facultad de Química e Ingeniería Química de San Marcos, donde todos los experimentos parecían diseñados para probar, además del conocimiento, nuestra voluntad de vivir.

Estábamos trabajando con los clásicos mecheros de Bunsen, esos quemadores de gas de tubo metálico que emiten una llama tan obediente como peligrosa si se le falta el respeto. Y justo ese día, la llama se sintió tentada por la estética.

Nuestra protagonista, Camuchita, siempre destacaba por su radiante belleza, que según confesaba, era mérito compartido con su hermana —una artista plástica amateur y, sospecho, fanática de los tutoriales de cosmética de la época que se vendía en las afueras de Cenecape Gamor en plaza Bolognesi—. Entre lacas, fijadores, espumas y perfumes inflamables, su melena parecía más una instalación de arte moderno que una cabellera. El mechero de Bunsen, que hasta entonces había sido un caballero serio y centrado en sus labores térmicas, no pudo resistirse ante tanto despliegue de compuestos orgánicos volátiles. Desvió su tímida llamita... y la tentación fue demasiada.

¡Fluuuuuum!

La cabellera de Camuchita se encendió como bengala de Año Nuevo. Todos dejamos lo que teníamos en las manos —vidrios, buretas, incluso la dignidad— y seguimos con la mirada fija esa cabellera que ahora era un cometa andino rumbo al baño. Allí, con la agilidad de una ninja y la desesperación de una estilista sin agua, fue sumergida bajo un chorro que apagó de inmediato el espectáculo piromusical.

Entonces ocurrió algo casi mágico. Otra compañera, movida por el instinto maternal o el pánico a los titulares de “Estudiante arde en clase de Química”, apareció con una toalla de felpa rosa que nadie sabía de dónde había salido. Yo juro que no la tenía hace cinco segundos. Las mujeres tienen ese poder: sacan objetos útiles de carteras que parecen agujeros negros.

—¡Por favor, por favor, por favor, Camuchita, no te mires en el espejo! —le rogaba, como si al ver su reflejo fuera a desencadenarse una revolución estética.

Pero cuando la miramos bien, la verdad es que no había quemadura alguna. El cabello, sí, había sido ligeramente remodelado por la combustión, pero su rostro seguía intacto, y a mi parecer, el nuevo look tenía un aire punk ochentero digno de Cindy Lauper. Esa noche juré que “Girls Just Want to Have Fun” había sido escrita para ella.

Al día siguiente, su hermana —una suerte de alquimista capilar— logró transformar el daño en un peinado tan audaz como estiloso. A nadie le pareció extraño; en los ochenta, todo lo que oliera a laca y rebeldía era tendencia. Qué exagerada es a veces la gente, y qué efímera es la tragedia cuando hay humor, cariño y un buen peine de por medio.


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