La risa dulce de Rita

 


Cada vez que escucho a Vallejo preguntar por su dulce Rita de junco y capulí, en su poema Idilio muerto, no puedo evitar sonreír: yo tuve la mía. Tenía ocho años cuando apareció en mi vida, bajando de una combi Volkswagen polvorienta, con un vestido de pollera multicolor que giraba con cada paso, trenzas amarradas con cintas que flameaban como banderas de fiesta y unos cachetes chaposos que parecían recién pintados. Su risa no pedía permiso: entraba de golpe, como un rayo de sol que se cuela por la ventana.

Ese primer día me eligió como su chofer oficial en mi bicicleta… y como su cómplice para todo lo que el barrio de Santo Dominguito en Trujillo —y, a veces, lo que quedaba más allá— nos dejara explorar.

Yo tenía mi bicicleta chacarera, roja, mediana, con un asiento trasero perfecto para un pasajero. No tardó en subirse. Apenas pedaleábamos, empezaba su juego favorito: mirar a la gente y “enchaparla” con algo que le recordara.

—¡Mira, mira, mira! Tiene cara de… —y completaba con árboles, macetas, flores, aves o cualquier cosa que su imaginación desenterrara en ese instante. Luego soltaba una carcajada breve, como si acabara de descubrir un secreto.

Un día vimos un árbol, medio arrastrado y medio subido a la tolva de una camioneta pick-up. Rita se irguió en el asiento y gritó:

—¡Yuuuuunza! Va a haber Palo Cilulo.

No entendí una palabra, pero lo dijo con tanta certeza que me limité a asentir, como si yo también supiera.

Esa noche lo entendí todo: en la berma central de la avenida Ricardo Palma, habían plantado el árbol, adornado con papeles brillantes y muñecos, mientras la música animaba el baile a su alrededor. La gente daba vueltas, y en cada vuelta alguien le asestaba un hachazo. Rita, con los ojos encendidos, me explicó que quien lo tumbara debía traer el árbol del año siguiente.

—¿De qué te sorprendes? —me dijo—. Por eso también le llaman tumbamontes.

Pensé que jamás me gustaría tumbarlo si eso significaba ir a buscar otro. Esa noche me quedé preguntándome cuándo habría sido la primera yunza de mis padres.

A nosotros nos habían advertido que no saliéramos de la urbanización. Pero a Rita las advertencias le provocaban sonreír con más ganas. Un día cruzamos los límites y llegamos a un caserío llamado El Bosque. Allí, bajo un sol inmóvil, unos hombres fabricaban enormes vasijas de cerámica, alineadas en un patio de tierra como si fueran gigantes dormidos.

—¡Vamos a ver qué tienen dentro! —me dijo, con el mismo tono con que otros anuncian una aventura.

Yo metí la mano en una de las vasijas tumbadas de lado. Sentí una punzada seca. Rita, sin asustarse, dijo:

—¡Mira, son abejas!

Tomó mi dedo con cuidado, lo apretó hasta que salió una bolita color ámbar.

—Ahora ya es una herida cualquiera. Chúpala y listo, no pasa nada —dictaminó.

Desde entonces, todas las mañanas, después del desayuno, iba a buscarla para seguir explorando la vida. Hasta que un día ya no estaba. Había regresado a su tierra sin aviso ni despedida.

Cada vez que Vallejo pregunta por su dulce Rita, yo también lo hago. En mi memoria ella sigue ahí, en cámara lenta: pollera girando, cintas al viento, carcajada lista, señalando el mundo como si lo estuviera inventando frente a mis ojos.


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