¿Evolución o cojudez? Reflexiones con mi gata como testigo
De jóvenes, mis amigos y yo debatíamos con fervor sobre ciencia, filosofía, historia y política con una rigurosidad que nos hacía sentir los sucesores naturales de la Ilustración. Pero ahora, con los años, algo pasó. Nos reencontramos y, para mi sorpresa (o desgracia), muchos han derivado en fervorosos consumidores de teorías conspirativas, remedios mágicos para el COVID, negacionismo climático y una inquebrantable fe en que el gobierno, los reptilianos y Bill Gates se han confabulado para controlar nuestras mentes a través de las vacunas.
Pero eso no es todo. Aquellos que accedieron a la educación pública ahora se autodenominan libertarios y consideran que el Estado es el origen de todos los males. Otros han abrazado un conservadurismo dogmático que haría sonrojar a Francisco Franco. Para algunos, el mundo se ha convertido en un simple tablero de ajedrez donde sólo existen buenos y malos, caviares y no caviares, wokes y no wokes, patriotas y traidores. Lo peor es que están convencidos de que su pensamiento binario es la cúspide de la razón.
Yo, por otro lado, siento que he evolucionado. Me volví más escéptico, más racional, más progresista (pero en el sentido de aprovechar la ciencia y la tecnología para el desarrollo de la sociedad, no en el de marchar con pancartas contra los cultivos transgénicos sin haber leído un solo paper al respecto). También me volví vegetariano por compasión animal, porque si algo he aprendido con los años es que la ética no debería detenerse en la frontera de nuestra especie. Y, sin embargo, aquí viene la contradicción: con todo mi respeto por los últimos descubrimientos sobre la conciencia animal, debo seguir comprando alimentos con proteínas animales para mi gata. Un dilema que, según ella, no le quita el sueño.
A mi entender, sigo siendo racional. Objetivo. Un pensador libre de dogmas. O al menos eso creía... hasta que le conté a mi amigo que mi gata es parte de mi familia. Que no quiero dejarla sola nunca. Que a veces me preocupo por si está triste, si me extraña, si entiende lo que le digo cuando conversamos (porque sí, le hablo, y ella me responde con maullidos que claramente encierran un significado profundo que sólo mi corazón logra interpretar).
Mi amigo me miró con la sabiduría de un hombre que ha visto la decadencia humana en toda su crudeza y me soltó su veredicto. "Los años nos vuelven cojudos". Y acto seguido, empezó a contarme historias sobre su perro, al que adoraba tanto como yo a mi gata. Así que, lejos de ofenderme, entendí que él también se incluía dentro de la crítica y la conclusión.
Y en ese momento lo entendí. Así como yo veo el supuesto deterioro mental de mis amigos, él ve el mío. Tal vez, en su escala de valores, preocuparme tanto por mi gata es el equivalente a creer que la Tierra es plana o que el virus del COVID fue diseñado en un laboratorio para controlar la natalidad. Quizás, en su percepción, cada caricia que le doy a mi felina es un paso más hacia la senilidad.
¿Será, entonces, que todos nos volvemos un poco cojudos con los años? ¿Que nuestra evolución intelectual no es más que una bifurcación de la estupidez humana? ¿Que cada quien se desliza por un tobogán distinto, pero inevitable, hacia la irracionalidad?
Mientras reflexiono sobre esto, mi gata salta a mi regazo, me da un cabezazo y ronronea. Y decido que, si esto es el deterioro, al menos el mío es suave, peludo y se enrosca conmigo en las noches. No me arrepiento de nada.
Por cierto, este texto fue leído y aprobado por mi gata antes de su publicación. Porque hay que mantener ciertos estándares.
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