La química del reencuentro: cariño de alta pureza
En la ciudad de Huacho, cuando tenía apenas tres años, descubrí una verdad que aún me acompaña: el afecto más puro no necesita palabras.
Mi padre había sido enviado a trabajar fuera de Lima por un tiempo, y su ausencia marcaba mis días con un hueco que solo se llenaba en el momento del reencuentro. A veces era él quien regresaba; otras, éramos mi madre y yo quienes viajábamos para verlo. En ambos casos, mi reacción era la misma: una alegría desbordante, visceral, como un pequeño estallido en el pecho. Una fiesta del alma.
Con los años, esa memoria emocional ha regresado a mí desde lugares inesperados: el salto de Pelusa, la perrita de mi enamorada de aquellos años universitarios; el ronroneo cómplice de Napoleón, mi gato de épocas intensas y existenciales; la mirada de Charly, mi pato de infancia, y la fidelidad silenciosa de su compañera Daysi. Hoy, en el presente compartido con Derridá —mi gata con nombre de filósofo y alma felina— sigo reconociendo ese mismo patrón.
Lo curioso es que no se trataba solo de un reencuentro con un humano. Era una experiencia transversal, que cruzaba especies. Charly agitaba sus alas al verme llegar. Pelusa se lanzaba sobre mí con saltos que eran abrazos en cuatro patas. Napoleón se trepaba como si el tiempo no hubiera pasado. Y Derridá corre desde el rincón más remoto de la casa cada vez que escucha mi silbido, como si acudiéramos ambos a una cita ancestral.
Eduardo Punset, el divulgador científico español, contaba algo parecido: su perrita lo recibía con una fiesta cada vez que volvía a casa. Al principio pensó que era por la comida. Luego comprendió que no: esa celebración tenía que ver con algo más profundo. Simplemente, lo quería ver. Lo celebraba a él.
Es un tipo de cariño que, aunque parezca irracional, es profundamente lógico desde el punto de vista emocional. Es anterior al lenguaje y posterior al juicio. Y eso me lleva a preguntarme si aquel amor irracional que sentía yo a los tres años no es el mismo que hoy me devuelven los animales. Una especie de memoria afectiva compartida entre especies, que trasciende la razón y se aloja en la química.
Con el tiempo, es cierto, el afecto humano se complica. Se condiciona. Se vuelve cálculo, recuerdo, contrato. Pero hay una parte de nosotros —y de ellos— que no olvida cómo es querer sin condiciones. Por eso creo que los animales no solo nos hacen compañía: nos recuerdan quiénes fuimos cuando aún no sabíamos calcular.
Y a veces, basta una foto. Como aquella de mi infancia en Huacho, donde mi sonrisa al ver a mi padre encapsula todo lo que hoy me enseñan Derridá, Pelusa, Napoleón, Charly y Daysi: que el amor más genuino no se piensa. Se siente.
Quizás no sea coincidencia que, siendo químico, siga creyendo que algunos afectos —los verdaderos— no se sintetizan. Se descubren. Y cuando lo hacen, tienen una pureza que no necesita etiquetas ni fórmulas: solo presencia.
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