Cómo engañar a los arqueólogos del futuro (y de paso a algunos cuantos votantes)


 

Año 4525. Una expedición de arqueólogos interplanetarios desciende en lo que alguna vez fue la región de Trujillo, en la costa de un planeta que los antiguos llamaban “Tierra”. Entre escombros de concreto y plásticos fosilizados, descubren una colosal cabeza de bronce con gesto adusto, ojos sin alma y una sonrisa petrificada que sugiere confianza… o estreñimiento.
Tras años de estudio, los expertos de esa civilización concluyen que este busto representaba a un alto sacerdote del saber, probablemente un filósofo-rey, venerado por su sabiduría y su papel en la educación de las masas. Las inscripciones halladas en ruinas cercanas (en un dialecto del español deformado por slogans) hablan de "plata como cancha", que los académicos interpretan como una metáfora sobre la abundancia de conocimiento. Se teoriza incluso que esta figura era el dios tutelar del “Milagro”, una urbe sagrada cuyo nombre evocaría prodigios intelectuales.
Lo que no logran descifrar —porque la ironía rara vez fosiliza— es que el personaje no era un Sócrates tropical, sino más bien un vendedor de diplomas, un coleccionista de frases inconexas y un hábil traficante de imagen, cuya verdadera deidad era el marketing político.
La estatua, piensan ellos, debía ser un símbolo de virtud, cuando en realidad era el monumento a la confusión entre notoriedad y mérito. Y así, como ahora algunos creen que las pirámides fueron hechas por alienígenas, en el futuro creerán que Acuña fue el creador del pensamiento latinoamericano, cuando lo más profundo que dijo fue: “uno es feliz, cuando logra su felicidad”.
La historia, ya sabemos, no la escriben los mejores, sino los que se erigen estatuas.

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