El ahorrativo
Eran los noventa, y la empresa donde trabajaba iba a renovar uno de sus vehículos: una camioneta Nissan pick-up. Ya había cumplido su tiempo de depreciación, así que se organizó una subasta sin siquiera poner precio base. Todos los empleados podían ofrecer un monto en un sobre cerrado hasta una fecha límite. Luego, se abrirían los sobres y el mayor postor se llevaría el vehículo.
Pero, ¿sería rentable hacer una oferta? Todos tenían dudas, y el que más la manejaba, la llevaba a sus mantenimientos y sabía de mecánica automotriz era Manuel. Manuel tenía fama de ahorrativo, al igual que yo. Siempre nos bromeábamos con que él era el presidente del club de duros y yo el vicepresidente. En cuanto alguien daba alguna muestra de ahorratividad, de inmediato le decía que le iba a alcanzar la ficha de inscripción al club, previo pago por derecho de admisión, el cual nunca era amortizado porque el susodicho en cuestión resultaba ser más duro que los miembros de nuestra honorable sociedad.
Manuel, por ser como era, estaba descartado de soltar un centavo por la camioneta, así que era la persona indicada para consultarle sobre la rentabilidad de la compra.
—Manuel, ¿cómo ves la camioneta? ¿Conviene o no conviene comprarla?
—Mira, esa camioneta ya está muerta. La empresa solo quiere deshacerse de ella sin pagar por botarla. Tiene los palieres destrozados, la suspensión hecha polvo y necesita una bajada de motor. Sin contar que las bombas de gasolina, frenos y agua están listas para el desguace.
Cuando llegó el día de abrir los sobres, solo había uno.
Más de treinta años después, manejando mi auto, al parar en un semáforo me percato de que la camioneta del costado era aquella, con Manuel al volante. Me saludó sonriente y, apenas cambió la luz, salió disparado, rebasándome con facilidad. Ni siquiera quemó aceite. Y pensar que esa máquina "inservible" le costó solo cinco dólares.
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