La felicidad de vivir en avenida Báltica

 

A finales de los setenta, cuando los pantalones acampanados se llevaban con seriedad y los zapatos Makarios eran símbolo de autoestima bajita pero firme, me regalaron un Monopolio nuevecito que dejé guardado como quien guarda una corbata en la infancia: con respeto, pero sin intención de usarla.

También me obsequiaron un juego de fútbol mecánico —una especie de pinball futbolero de plástico— que tenía más épica que el Mundial del 78. Cada jugador tenía dos botones detrás de su arco, y una pelota que salía disparada con la furia de un meteorito chiquito.

Lo jugábamos todas las noches con mi buen amigo Carlos “Calincho” Babá Fukuy, en la tienda de sus padres, usando una mesa que, además de comedor, era cancha, escritorio y, en algún momento, altar de la risa.

El juego, noble pero mortal, sucumbió a tantas finales disputadas sin piedad. Cuando se rompió, Calincho me miró con esa tristeza de quien ve caer una república:

—¿No tendrás otro juego?

Y me acordé del Monopolio.

Ahí empezó una nueva etapa: largas jornadas de inversión, compra, hipoteca y ruina. Paseo Tablado era nuestro Shangri-La, y cada quien soñaba con poner su hotelito como quien planta una bandera en la Luna.

Pronto le añadimos préstamos, cuentas de ahorro, libretas con papel de cuaderno cuadriculado… lo que viene siendo, digamos, una versión infantil del capitalismo con alma de barrio.

Hoy, mientras recorría mi Ventanilla querida, con sus parques heroicos que le ganan terreno a la arena como si fueran civilizaciones mayas, y con su gente que te conversa como quien te regala pan caliente, me pregunté:

—¿Dónde se es feliz de verdad?

Y recordé Vista Bella, en Trujillo. Y recordé al Babá Fukuy. Y recordé que la felicidad no tiene siempre cara de tarjeta Visa ni suena a spa con música de ballenas. A veces, se parece más a una tienda de esquina, a un juego de mesa con reglas inventadas, o a una conversación con vecinos que aún saludan con el alma.

Entonces, ¿cuál sería Ventanilla en el tablero del Monopolio?

Quizás la humilde y risueña avenida Báltica: sin glamur, sin deudas rimbombantes ni hipotecas que parezcan diplomas.

Aquí se vive de lo pequeño: de una sonrisa, una comida hecha en casa, un parque con niños y perros, y ese rumor de humanidad que se niega a extinguirse.

Aquí se juega el juego más importante de todos: el de vivir bien sin necesidad de tirar los dados para ser feliz.

Desde que dejé Trujillo en el 83 para venir a Lima, ya no tuve la suerte de volver a ver a Calincho. Como esas piezas que se pierden del tablero sin que uno se dé cuenta, quedó fuera del juego visible, pero nunca de la memoria. Y es que hay amigos que no se reemplazan, como tampoco se reemplaza la infancia bien jugada.


Comentarios

Anónimo ha dicho que…
Nunca entendí ese juego pero si me gustaba como unia a la familia o desunia según como iba la contienda🤣

Entradas populares de este blog

Comprando el pan con Kahneman

La química del reencuentro: cariño de alta pureza

La suerte entre suspiros