Basura romántica
Era 1960 en el barrio El Porvenir, en La Victoria. El colorao Pastor tenía un encargo urgente, de esos que se hacen con más nervio que vergüenza.
Había escrito una carta para Sonia, su atractiva vecina.
—Tarzán, hazme un favor —le dijo—, entrégale esta carta. Me
da pena declararme directo.
—No te preocupes —respondió Tarzán—. Siempre la veo a las
siete de la noche, a la hora que pasa la basura.
En esos tiempos, antes de los camiones compactadores, la
“flota recolectora” eran viejas cisternas inservibles, recortadas en la parte
superior para que cupieran uno o dos hombres… y, por supuesto, la basura. No
había bolsas plásticas: los desperdicios se envolvían en papel periódico y, los
más precavidos, reforzaban el paquete con soguilla o pabilo.
El procedimiento era simple: un trabajador corría junto al
camión, recibía el paquete y se lo pasaba a los receptores de la cisterna. Los
vecinos más forzudos, en cambio, prescindían del corredor y lanzaban ellos
mismos, a riesgo de dejar un ojo morado al pobre que recibía. Tal vez por eso
siempre había dos hombres en recepción… y a veces ni así se salvaban.
Tarzán, de buen brazo, disfrutaba afinando puntería. Sonia
se había dado cuenta y siempre le pedía:
—Tírala tú, Tarzán.
Se reía a carcajadas cuando el proyectil daba en el blanco
—o sea, en el trabajador—, seguido de un estallido de basura y una colección de
insultos que le daban más sabor a la escena.
Una noche, después de una de esas risotadas, Tarzán le dijo:
—Sonia, mi amigo Pastor te envía esta carta. Es un poco
tímido y me pidió que te la diera. Si mañana puedes, me dices qué te parece.
Al día siguiente, Sonia fue clara: Pastor no le movía un
pelo. La rutina siguió igual: basura, risas y mentadas de madre, hasta que una
noche Sonia, todavía con la respiración entrecortada, soltó:
—Oye, Tarzán… ¿y por qué no salimos nosotros? ¿No ves que
todos los días botamos la basura y la pasamos bien?
—¿Qué te parece si vamos al cine? —propuso él.
—¿Y qué están dando?
—Eso no importa… lo importante es chupetearnos.
—¿Qué? —Sonia lo miró con los ojos como platos.
—¡Digo… lo importante es estar juntitos!
Quedaron para la matinée del sábado, citándose en la puerta
del cine de la avenida 28 de Julio. Tarzán llegó primero, pero al divisar a
Sonia… vio que venía, por alguna extraña y sospechosa razón, acompañada de su
robusta madre.
El lunes, en la ceremonia diaria de botar la basura, él la
encaró:
—Sonia, ¿qué pasó? Te vi con tu mamá y me tuve que borrar.
—Mi mamá no me creyó que iba al cine con una amiga. Pero,
¿sabes qué? Ahorita, después de botar la basura, podemos quedarnos un rato más.
Y allí, entre las escaleras oscuras de una entrada del
pasaje Bolognesi, hicieron su propia matinée por buen tiempo… siempre hasta
antes de las ocho, que era cuando el padre de Tarzán cerraba la puerta con
llave.
Porque después de las ocho, se acababa la función… y
comenzaba la telenovela de la vida real.
Y para que lo sepan, Tarzán con el tiempo se convirtió en mi
papá… aunque Sonia no es mi mamá.
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