El marino de los rompecabezas

Era la Lima de la hiperinflación, cuando el pan subía de precio entre desayuno y lonche, y la tecnología llegaba tímida como un rumor en la cola del pan. En esa época, mi gran amigo Vitucho —devoto del cómputo y visionario de los diskettes— ya venía guerreando con una Commodore 64, cuando aún el entorno Windows era solo un sueño húmedo de Bill Gates o Paul Allen… o ambos, en un garaje con aire acondicionado. Cuando empezaron a asomar las primeras máquinas compatibles con IBM y su glorioso DOS (todas letras blancas sobre fondo negro, como la conciencia de un político peruano), los diskettes comenzaron a ser desplazados por los discos compactos, que algunos pronunciaban “cidís” con solemnidad cuasi religiosa. Un día, Vitucho, escudriñando el periódico El Comercio como quien busca oro en el Rímac, encontró una oferta de cedés regrabables al por mayor. Sin pensarlo dos veces, me pidió que lo acompañara a recogerlos a un rincón algo misterioso de San Juan de Lurigancho. La aventura informát...