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¿Un llanto de esperanza?

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  Hace ya algún tiempo, una familia muy querida se mudó después de muchos años y dejó su departamento vacío. El eco de sus voces se fue apagando con los días, hasta que una nueva familia llegó a ocupar aquel espacio. Todo marchaba bien, hasta que trajeron un pequeño perro. Desde entonces, algo cambió. No tuvieron mejor idea que dejarlo solo todo el día, con las ventanas cerradas. Imagino que le dejan agua y alimento, pero el silencio de la casa se llena de su llanto, un lamento que atraviesa las paredes y el corazón. Me detengo a escucharlo. Y me pregunto —con dolor, con impotencia—: ¿es ético condenar así a un ser vivo? Un ser tan noble, ¿por qué debe vivir privado de compañía, de afecto, de sol? ¿No somos, acaso, seres pensantes y sintientes, capaces de brindar una existencia digna a quienes dependen de nosotros? ¿Por qué esa indolencia, esa costumbre de reducir la vida ajena a una decoración del ego? Cuando se les hizo el comentario, respondieron: “Así será hasta que se acostumb...

Basura romántica

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Era 1960 en el barrio El Porvenir, en La Victoria. El colorao Pastor tenía un encargo urgente, de esos que se hacen con más nervio que vergüenza. Había escrito una carta para Sonia, su atractiva vecina. —Tarzán, hazme un favor —le dijo—, entrégale esta carta. Me da pena declararme directo. —No te preocupes —respondió Tarzán—. Siempre la veo a las siete de la noche, a la hora que pasa la basura. En esos tiempos, antes de los camiones compactadores, la “flota recolectora” eran viejas cisternas inservibles, recortadas en la parte superior para que cupieran uno o dos hombres… y, por supuesto, la basura. No había bolsas plásticas: los desperdicios se envolvían en papel periódico y, los más precavidos, reforzaban el paquete con soguilla o pabilo. El procedimiento era simple: un trabajador corría junto al camión, recibía el paquete y se lo pasaba a los receptores de la cisterna. Los vecinos más forzudos, en cambio, prescindían del corredor y lanzaban ellos mismos, a riesgo de dejar un ojo mor...

La risa dulce de Rita

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  Cada vez que escucho a Vallejo preguntar por su dulce Rita de junco y capulí, en su poema Idilio muerto, no puedo evitar sonreír: yo tuve la mía. Tenía ocho años cuando apareció en mi vida, bajando de una combi Volkswagen polvorienta, con un vestido de pollera multicolor que giraba con cada paso, trenzas amarradas con cintas que flameaban como banderas de fiesta y unos cachetes chaposos que parecían recién pintados. Su risa no pedía permiso: entraba de golpe, como un rayo de sol que se cuela por la ventana. Ese primer día me eligió como su chofer oficial en mi bicicleta… y como su cómplice para todo lo que el barrio de Santo Dominguito en Trujillo —y, a veces, lo que quedaba más allá— nos dejara explorar. Yo tenía mi bicicleta chacarera, roja, mediana, con un asiento trasero perfecto para un pasajero. No tardó en subirse. Apenas pedaleábamos, empezaba su juego favorito: mirar a la gente y “enchaparla” con algo que le recordara. —¡Mira, mira, mira! Tiene cara de… —y completaba con...

La mujer de fuego

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  Hoy vi a un niño ser auxiliado por su madre a causa de un rasguño tan leve que, si hubiera sido más superficial, habría pasado por una caricia del viento. Pero el rostro de horror del hermano mayor —quien lo miraba como si acabara de ver a Regan girar la cabeza en El Exorcista (Linda Blair incluida)— me hizo pensar que aquel pequeño accidente era, para ellos, una tragedia griega con elenco infantil. Fue entonces, en esa escena de drama con lágrimas y polvo mágico, que recordé a la mujer de fuego. Corría el año 1986, en el laboratorio de Química II de la gloriosa Facultad de Química e Ingeniería Química de San Marcos, donde todos los experimentos parecían diseñados para probar, además del conocimiento, nuestra voluntad de vivir. Estábamos trabajando con los clásicos mecheros de Bunsen, esos quemadores de gas de tubo metálico que emiten una llama tan obediente como peligrosa si se le falta el respeto. Y justo ese día, la llama se sintió tentada por la estética. Nuestra protagonista...

El marino de los rompecabezas

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Era la Lima de la hiperinflación, cuando el pan subía de precio entre desayuno y lonche, y la tecnología llegaba tímida como un rumor en la cola del pan. En esa época, mi gran amigo Vitucho —devoto del cómputo y visionario de los diskettes— ya venía guerreando con una Commodore 64, cuando aún el entorno Windows era solo un sueño húmedo de Bill Gates o Paul Allen… o ambos, en un garaje con aire acondicionado. Cuando empezaron a asomar las primeras máquinas compatibles con IBM y su glorioso DOS (todas letras blancas sobre fondo negro, como la conciencia de un político peruano), los diskettes comenzaron a ser desplazados por los discos compactos, que algunos pronunciaban “cidís” con solemnidad cuasi religiosa. Un día, Vitucho, escudriñando el periódico El Comercio como quien busca oro en el Rímac, encontró una oferta de cedés regrabables al por mayor. Sin pensarlo dos veces, me pidió que lo acompañara a recogerlos a un rincón algo misterioso de San Juan de Lurigancho. La aventura informát...

La felicidad de vivir en avenida Báltica

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  A finales de los setenta, cuando los pantalones acampanados se llevaban con seriedad y los zapatos Makarios eran símbolo de autoestima bajita pero firme, me regalaron un Monopolio nuevecito que dejé guardado como quien guarda una corbata en la infancia: con respeto, pero sin intención de usarla. También me obsequiaron un juego de fútbol mecánico —una especie de pinball futbolero de plástico— que tenía más épica que el Mundial del 78. Cada jugador tenía dos botones detrás de su arco, y una pelota que salía disparada con la furia de un meteorito chiquito. Lo jugábamos todas las noches con mi buen amigo Carlos “Calincho” Babá Fukuy, en la tienda de sus padres, usando una mesa que, además de comedor, era cancha, escritorio y, en algún momento, altar de la risa. El juego, noble pero mortal, sucumbió a tantas finales disputadas sin piedad. Cuando se rompió, Calincho me miró con esa tristeza de quien ve caer una república: —¿No tendrás otro juego? Y me acordé del Monopolio. Ahí empezó u...

El Leonardo Favio de Santo Dominguito

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Fui a mi primer concierto a los ocho años en 1975.  Vivíamos con mis padres y mi hermano en Santo Dominguito, una urbanización trujillana donde los veranos olían a polvo, aguardiente Cartavio y a radios mal sintonizadas. En esa época, el mundo llegaba en blanco y negro por canales enlatados, y uno debía conformarse con ver la magia entre rayas, fantasmas y zumbidos eléctricos. Pero un día, sin que lo esperáramos, la magia bajó del televisor y se subió a una mesa. A Santo Dominguito solían visitarnos unos primos de mi papá, los Castro. De todos ellos, había uno que parecía estar hecho de ritmo y palabras: Pelito, un tipo alto como poste de estadio, extrovertido, melódico —con él descubrí lo que era salsa—, y que había sido —nada menos— arquero juvenil del Alianza Lima (dato que, como buen hincha de la "U", menciono con la debida distancia afectiva, pero con respeto). Tenía una voz afinada y un carisma que convertía cualquier esquina en tertulia. Junto a sus cigarrillos Ducal, ...