¿Un llanto de esperanza?
Hace ya algún tiempo, una familia muy querida se mudó después de muchos años y dejó su departamento vacío. El eco de sus voces se fue apagando con los días, hasta que una nueva familia llegó a ocupar aquel espacio.
Todo marchaba bien, hasta que trajeron un pequeño perro.
Desde entonces, algo cambió.
No tuvieron mejor idea que dejarlo solo todo el día, con las ventanas cerradas. Imagino que le dejan agua y alimento, pero el silencio de la casa se llena de su llanto, un lamento que atraviesa las paredes y el corazón.
Me detengo a escucharlo.
Y me pregunto —con dolor, con impotencia—:
¿es ético condenar así a un ser vivo?
Un ser tan noble, ¿por qué debe vivir privado de compañía, de afecto, de sol?
¿No somos, acaso, seres pensantes y sintientes, capaces de brindar una existencia digna a quienes dependen de nosotros?
¿Por qué esa indolencia, esa costumbre de reducir la vida ajena a una decoración del ego?
Cuando se les hizo el comentario, respondieron: “Así será hasta que se acostumbre.”
Pero, ¿a qué llaman costumbre?
El animal llora porque aún tiene esperanza, porque cree que alguien acudirá a su llamado.
Acostumbrarse, en su caso, sería rendirse, dejar de esperar, aprender la resignación que impone la soledad.
Y me duele pensarlo:
cada hora que pasa, cada gemido que escucho, es una chispa de esperanza que se apaga.
Dicen que el perro es el amigo del hombre; pero a veces el hombre no sabe ser amigo de nadie.
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