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La risa dulce de Rita

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  Cada vez que escucho a Vallejo preguntar por su dulce Rita de junco y capulí, en su poema Idilio muerto, no puedo evitar sonreír: yo tuve la mía. Tenía ocho años cuando apareció en mi vida, bajando de una combi Volkswagen polvorienta, con un vestido de pollera multicolor que giraba con cada paso, trenzas amarradas con cintas que flameaban como banderas de fiesta y unos cachetes chaposos que parecían recién pintados. Su risa no pedía permiso: entraba de golpe, como un rayo de sol que se cuela por la ventana. Ese primer día me eligió como su chofer oficial en mi bicicleta… y como su cómplice para todo lo que el barrio de Santo Dominguito en Trujillo —y, a veces, lo que quedaba más allá— nos dejara explorar. Yo tenía mi bicicleta chacarera, roja, mediana, con un asiento trasero perfecto para un pasajero. No tardó en subirse. Apenas pedaleábamos, empezaba su juego favorito: mirar a la gente y “enchaparla” con algo que le recordara. —¡Mira, mira, mira! Tiene cara de… —y completaba con...

La mujer de fuego

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  Hoy vi a un niño ser auxiliado por su madre a causa de un rasguño tan leve que, si hubiera sido más superficial, habría pasado por una caricia del viento. Pero el rostro de horror del hermano mayor —quien lo miraba como si acabara de ver a Regan girar la cabeza en El Exorcista (Linda Blair incluida)— me hizo pensar que aquel pequeño accidente era, para ellos, una tragedia griega con elenco infantil. Fue entonces, en esa escena de drama con lágrimas y polvo mágico, que recordé a la mujer de fuego. Corría el año 1986, en el laboratorio de Química II de la gloriosa Facultad de Química e Ingeniería Química de San Marcos, donde todos los experimentos parecían diseñados para probar, además del conocimiento, nuestra voluntad de vivir. Estábamos trabajando con los clásicos mecheros de Bunsen, esos quemadores de gas de tubo metálico que emiten una llama tan obediente como peligrosa si se le falta el respeto. Y justo ese día, la llama se sintió tentada por la estética. Nuestra protagonista...

El marino de los rompecabezas

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Era la Lima de la hiperinflación, cuando el pan subía de precio entre desayuno y lonche, y la tecnología llegaba tímida como un rumor en la cola del pan. En esa época, mi gran amigo Vitucho —devoto del cómputo y visionario de los diskettes— ya venía guerreando con una Commodore 64, cuando aún el entorno Windows era solo un sueño húmedo de Bill Gates o Paul Allen… o ambos, en un garaje con aire acondicionado. Cuando empezaron a asomar las primeras máquinas compatibles con IBM y su glorioso DOS (todas letras blancas sobre fondo negro, como la conciencia de un político peruano), los diskettes comenzaron a ser desplazados por los discos compactos, que algunos pronunciaban “cidís” con solemnidad cuasi religiosa. Un día, Vitucho, escudriñando el periódico El Comercio como quien busca oro en el Rímac, encontró una oferta de cedés regrabables al por mayor. Sin pensarlo dos veces, me pidió que lo acompañara a recogerlos a un rincón algo misterioso de San Juan de Lurigancho. La aventura informát...

La felicidad de vivir en avenida Báltica

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  A finales de los setenta, cuando los pantalones acampanados se llevaban con seriedad y los zapatos Makarios eran símbolo de autoestima bajita pero firme, me regalaron un Monopolio nuevecito que dejé guardado como quien guarda una corbata en la infancia: con respeto, pero sin intención de usarla. También me obsequiaron un juego de fútbol mecánico —una especie de pinball futbolero de plástico— que tenía más épica que el Mundial del 78. Cada jugador tenía dos botones detrás de su arco, y una pelota que salía disparada con la furia de un meteorito chiquito. Lo jugábamos todas las noches con mi buen amigo Carlos “Calincho” Babá Fukuy, en la tienda de sus padres, usando una mesa que, además de comedor, era cancha, escritorio y, en algún momento, altar de la risa. El juego, noble pero mortal, sucumbió a tantas finales disputadas sin piedad. Cuando se rompió, Calincho me miró con esa tristeza de quien ve caer una república: —¿No tendrás otro juego? Y me acordé del Monopolio. Ahí empezó u...

El Leonardo Favio de Santo Dominguito

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Fui a mi primer concierto a los ocho años en 1975.  Vivíamos con mis padres y mi hermano en Santo Dominguito, una urbanización trujillana donde los veranos olían a polvo, aguardiente Cartavio y a radios mal sintonizadas. En esa época, el mundo llegaba en blanco y negro por canales enlatados, y uno debía conformarse con ver la magia entre rayas, fantasmas y zumbidos eléctricos. Pero un día, sin que lo esperáramos, la magia bajó del televisor y se subió a una mesa. A Santo Dominguito solían visitarnos unos primos de mi papá, los Castro. De todos ellos, había uno que parecía estar hecho de ritmo y palabras: Pelito, un tipo alto como poste de estadio, extrovertido, melódico —con él descubrí lo que era salsa—, y que había sido —nada menos— arquero juvenil del Alianza Lima (dato que, como buen hincha de la "U", menciono con la debida distancia afectiva, pero con respeto). Tenía una voz afinada y un carisma que convertía cualquier esquina en tertulia. Junto a sus cigarrillos Ducal, ...

El enigma del tubo atorado

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  A fines de los años 80, en una refinería de petróleo ubicada en Lima, ocurrió un problema monumental: un atoro en una de las líneas de transporte de crudo pesado. No se trataba de una simple tubería de patio trasero, sino de una maraña de cientos de metros de líneas ocultas bajo estructuras, pasarelas y recovecos industriales. La densidad del crudo hacía imposible su desplazamiento, y nadie podía ubicar la zona exacta del taponamiento. Sin escáneres, sin sensores distribuidos ni instrumentos digitales, la única certeza era el problema. Ante la impotencia colectiva, se tomó una decisión audaz: contratar a un especialista de una refinería de Texas, EE. UU. No faltó quien, con escepticismo práctico, se preguntara si en lugar de un ingeniero vendría un médium del petróleo. Cuando se confirmó su llegada, en la planta comenzaron las especulaciones. Se hablaba de sensores sónicos, microondas, radares industriales; ¿traería algún dispositivo secreto de la NASA adaptado al crudo? ¿Acaso...

La química que se rompe

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Cruzar la avenida Néstor Gambeta en Ventanilla no suele dejarme pensando en psicología. Pero esta vez fue distinto. Vi a un niño de unos tres o cuatro años corriendo hacia su padre. La escena fue instantáneamente luminosa: el pequeño se lanzó con esa alegría desbordante que no necesita permiso ni razones. Su madre, unos pasos adelante, lo observaba con una sonrisa que reconocí. Era la misma que yo sentí en Huacho, a los tres años, cuando corría hacia mi padre luego de una larga separación. Todo era ternura. Hasta que dejó de serlo. El padre, al sentir el abrazo del niño, respondió con dureza: "¡Suéltame, no me toques!" Lo dijo sin mirarlo, como quien aparta un objeto molesto. El niño insistió, como insisten los seres que aún no aprenden a reprimir su ternura. Pero el padre persistió también, en su gesto seco, en su incomodidad. Me dolió verlo. Lo seguí una cuadra más hasta que no pude. No por prisa, sino por tristeza. No juzgo a ese hombre, aunque me duela lo que vi. Intuyo q...