El policía psíquico

 

Hubo una época —confieso sin vergüenza, pero con cierta autocrítica retrospectiva— en la que me gustaba creer en cuestiones sobrenaturales. Espíritus, energías, dones ocultos. Todo eso me parecía plausible, sobre todo después de un par de cervezas. Así que, tras lo ocurrido, me entregué a las más misteriosas elucubraciones: ¿habría sido un espíritu? ¿Un policía con sensibilidad psíquica? Me nutría de historias de videntes que resolvían casos materialmente insolubles gracias a dotes extrasensoriales. Recuerdo incluso una serie llamada “Sexto sentido”, que alimentaba mi credulidad con notable eficiencia.

Lo cierto es que aquel día, con mis amigos de la universidad, teníamos razones de peso para celebrar. Y celebramos como se debe: en una de esas chinganas ubicadas estratégicamente frente a la facultad, en la avenida Venezuela. Tras varias horas de animada tertulia y alcohol de calidad… digamos funcional, llegó ese instante fatal en el que todos los bolsillos, como si estuvieran conectados por Bluetooth, coincidieron en anunciar que solo quedaba lo justo para regresar a casa.

Muy cerca, en la avenida Universitaria, estaba el paradero inicial de los buses de la empresa Lima Metropolitana, la legendaria 61. Para mí, esa ruta era una bendición urbana: en un solo viaje me dejaba a un par de cuadras de mi casa, en la urbanización Salamanca. Subí al bus y me senté atrás, junto a la ventana opuesta a la puerta, una ubicación cuidadosamente elegida para garantizar un trayecto tranquilo.

Además, considerando que después de Salamanca la línea tenía prácticamente su último paradero, al acercarse a mi casa el bus ya viajaba casi vacío. Esa calma, sumada a los efluvios etílicos propios de la ocasión, me relajó de tal manera que caí en un sueño casi profundo.

Y es allí, en medio de esa ensoñación borrosa, cuando ocurre el hecho sobrenatural. Inexplicable. Sextosentidezco.

Un amable policía me despierta con suavidad y me dice:

—Joven, disculpa, ya tienes que bajar. A dos cuadras.

Y bajé. Y llegué sano y salvo a casa, donde mi padre, con la autoridad que da la experiencia, me preparó una sal de Andrews y me ordenó irme a dormir, sin espacio para debates metafísicos.

Pero desde aquella aparición policial, mi mente —entre mareos y esa falsa sensación de movimiento propia de la resaca— quedó atrapada en la intriga. ¿Cómo supo ese policía exactamente cuándo despertarme? Me preguntaba, con mi mente juvenil, inexperimentada, aún por debajo de los veinte años y con el mundo entero por descubrir: ¿acaso el alcohol despierta capacidades extrasensoriales? ¿Habrá sido un policía real o un espectro con vocación de servicio?

Fiel a mi inclinación por las historias, me propuse que, una vez superada la intoxicación, investigaría el caso. Tenía que averiguar la verdad sobre aquel agente: ¿psíquico? ¿espectral?

Al día siguiente, tras un buen baño con agua fría —ese exorcismo doméstico— revisé mi ropa y luego la mochila. Y allí apareció la solución del misterio.

En mi casaca había pegada una etiqueta adhesiva con mi dirección.

Allí terminó cualquier investigación paranormal. Ya no quise saber nada de policías con sensibilidades metafísicas, sino del payaso —debo admitir que ingenioso— que tuvo la ocurrencia de “enviarme” a casa como si fuera encomienda certificada. Y que, además, tuvo la jodida creatividad de colocar dentro de mi mochila una zapatilla vieja.

El misterio culminó en risa. Como suelen hacerlo los fenómenos sobrenaturales cuando se los examina con suficiente luz… y sobriedad.

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