El enigma del tubo atorado

 


A fines de los años 80, en una refinería de petróleo ubicada en Lima, ocurrió un problema monumental: un atoro en una de las líneas de transporte de crudo pesado. No se trataba de una simple tubería de patio trasero, sino de una maraña de cientos de metros de líneas ocultas bajo estructuras, pasarelas y recovecos industriales. La densidad del crudo hacía imposible su desplazamiento, y nadie podía ubicar la zona exacta del taponamiento.

Sin escáneres, sin sensores distribuidos ni instrumentos digitales, la única certeza era el problema. Ante la impotencia colectiva, se tomó una decisión audaz: contratar a un especialista de una refinería de Texas, EE. UU. No faltó quien, con escepticismo práctico, se preguntara si en lugar de un ingeniero vendría un médium del petróleo.

Cuando se confirmó su llegada, en la planta comenzaron las especulaciones. Se hablaba de sensores sónicos, microondas, radares industriales; ¿traería algún dispositivo secreto de la NASA adaptado al crudo? ¿Acaso una máquina de última generación?

La sorpresa fue absoluta cuando el famoso texano apareció con una simple varilla metálica en la mano, como un zahorí moderno. Alta estatura, sombrero bien calado y acento inconfundible; y además, con una exigencia poco común: que lo llevaran a conocer Machu Picchu, con todo pagado.

Sin mayores ceremonias, comenzó a recorrer el tendido de tuberías. Iba golpeando con su varilla en puntos estratégicos y, atento a cada sonido, escuchaba el murmullo metálico de las estructuras. Un tintineo agudo anunciaba que la tubería estaba libre o circulaba el fluido correctamente. Sin embargo, en un tramo el sonido se volvió grave y apagado. Tin, tin… toc, toc, toc… tin. Tras repasar la zona, indicó con asombrosa certeza:

—Corten aquí… y aquí —sentenció con la autoridad de quien sabe interpretar el lenguaje oculto de las tuberías—. Luego, deben soldar una nueva sección.

El personal de mantenimiento, impresionado, siguió sus indicaciones y el problema se resolvió en menos de una hora, lo que para algunos era casi mágico en comparación con los métodos convencionales de la época.

Al concluir la operación, mientras se despedía con una sonrisa, alguien no pudo evitar preguntar:

—Ingeniero, ¿es ese un material especial el de su varilla?

El texano lo miró, bajó ligeramente el sombrero y comentó con aire enigmático:

—Es acero común… pero lo fundamental no es la varilla, sino saber escuchar lo que las tuberías tienen que decir.

Con esas palabras, y silbando bajito como si el propio metal le respondiera, se marchó rumbo a Machu Picchu, dejando atrás una lección inolvidable: en un mundo cada vez más obsesionado con la tecnología, no hay instrumento más sofisticado que un oído entrenado.

Comentarios

Anónimo ha dicho que…
Es que el texano no tenía su carnet de la estrella, por éso sí pudo resolver el problema.

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