La oración de los pingüinos
Eran mediados de los 90s y me disponía a ir de paseo con
Úrsula rumbo a Huamanga, Ayacucho. Fuimos a un terminal de la Av. Grau y al
subir al bus, me impresionó ver 8 pingüinos sentados cómodamente en el bus. De
inmediato recordé la primera vez que vi un pingüino, tendría 7 u 8 años íbamos
en auto con mi tío Pelo manejando a recoger del trabajo a mi abuelo, cuando mi
tío dice:
–¡Mira sobrino! ¡Un pingüino! –de inmediato vuelvo la vista
hacia donde miraba mi tío y no había ningún pingüino.
–Tío, ¡no veo ningún pingüino!
Y mi tío estalló en risas.
–Sobrino ¿no la ves?
–¿Qué? ¿Todavía sabes que es hembra? –me esforzaba por
querer verla.
–¡Es la monjita sobrino!, a las monjitas les decimos
pingüinos.
Y todo cobró sentido. También me reí. A partir de allí me
acostumbré a llamarles de cariño pingüinos a las monjitas.
Volviendo a nuestro viaje a Huamanga, había 8 pingüinos
–monjitas–, cómodamente sentadas en el bus.
El viaje transcurría normal, durmiendo toda la noche, pero
al amanecer el bus paró. Al mirar por la ventanilla observo al chofer mirando
el camino con preocupación. Me abrigué y bajé para averiguar qué pasaba. Había
un derrumbe. Aproximadamente tres cuartas partes de la pista estaba cubierta
con lodo y rocas, al otro extremo un tremendo precipicio y más allá, unas
grandiosas montañas de coloración rojiza (como químico de inmediato me viene a la
mente la presencia de hierro con valencia III) a todos los que nos acercamos se
nos explicó que no quedaba otra que hacer una maniobra para poder seguir. Nos
pidió que subamos para explicarles a todos los pasajeros.
–Señores pasajeros, buenos días –saludó atento el chofer–.
Ha ocurrido un derrumbe y tengo que hacer una maniobra especial: pasaré por el
poco espacio que tengo con una llanta en el aire.
–Ah okey –intervine–. Entonces tendremos que bajar.
–De ninguna manera –explicó el chofer–. Más bien se tienen
que quedar todos.
–¡Dios mío! ¿Porqué? –preguntó un pingüino.
–Porque tenemos que hacer contrapeso, así que por favor todos
se apegan hacia el lado derecho, bien apegaditos, cuando les digo que empujen,
¡empujan!
–Hermanas ¡oremos el Rosario para que la virgen santísima
nos proteja! –dijo el pingüino líder.
De inmediato empezaron con la letanía, provocando un clima tétrico
para mi modo de ver. Y el bus que avanzaba, los pingüinos que oraban y por las
ventanas del lado izquierdo solo se veía el precipicio que moría en las montañas
ferrosas ayacuchanas. Todos empujando hacia el lado derecho, las monjas seguían
con sus fórmulas y el bus que se ladeaba, con la voz del chofer diciendo:
–Empujen a la derecha ¡llanta delantera en el aire!
–¡Dios te salve María! –las pingüinos ¡sincronizadas a la
perfección!
El motor rugía al ritmo de aceleradas y desaceleradas, como
si el chofer dudara de su maniobra.
–Señores ¡Sigan empujando!, ¡llantas traseras en el aire!
–los pingüinos empezaron a gritar, solo una de ellas seguía con su letanía,
–¡Puta su madre! –grité yo, en honor a la verdad de esta
historia, cuando sentí que el bus se ladeaba. –. Mil disculpas madrecitas –les
dije cuando el bus tomó estabilidad.
–No se preocupe –me respondieron sonrientes.
–¡Listo! ¡Pueden volver a sus
asientos! –dijo el chofer.
Rompimos en aplausos. La oración
de los pingüinos cesó.
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