La química que se rompe

Cruzar la avenida Néstor Gambeta en Ventanilla no suele dejarme pensando en psicología. Pero esta vez fue distinto. Vi a un niño de unos tres o cuatro años corriendo hacia su padre. La escena fue instantáneamente luminosa: el pequeño se lanzó con esa alegría desbordante que no necesita permiso ni razones. Su madre, unos pasos adelante, lo observaba con una sonrisa que reconocí. Era la misma que yo sentí en Huacho, a los tres años, cuando corría hacia mi padre luego de una larga separación. Todo era ternura. Hasta que dejó de serlo. El padre, al sentir el abrazo del niño, respondió con dureza: "¡Suéltame, no me toques!" Lo dijo sin mirarlo, como quien aparta un objeto molesto. El niño insistió, como insisten los seres que aún no aprenden a reprimir su ternura. Pero el padre persistió también, en su gesto seco, en su incomodidad. Me dolió verlo. Lo seguí una cuadra más hasta que no pude. No por prisa, sino por tristeza. No juzgo a ese hombre, aunque me duela lo que vi. Intuyo q...