Conversar con un adolescente: la lección de no tener la última palabra


Con el trajín de la vida y el ejercicio constante de la observación, he descubierto que nada está dicho de forma definitiva.
Aprendí que no hay que confiar en fórmulas milagrosas, ni en libros sagrados que no son más que ficciones diseñadas para explicar los misterios. Que no hay que "comprar" soluciones supuestamente irrefutables, porque lo que funcionó ayer —si es que de verdad funcionó— puede que mañana no sirva de nada, o que simplemente haya sido un cuento creado por algún interés oculto.

La dialéctica —tesis, antítesis, síntesis— nunca se detiene. No hay puerto final: todo es tránsito.

Lo casi cierto es que vivimos hasta el último día en un descubrimiento permanente de todo lo que nos rodea.
Vi en mi propia adolescencia, y en la de muchos conocidos, lo difícil que puede ser la relación entre padres e hijos en esa etapa. Y ahora que la adolescencia de mi hijo ha terminado, al hacer un balance, noto que cuando surgieron discrepancias, no fueron tragedias: fueron momentos de aprendizaje.
La sensación que me queda es que aprendí más del mundo.

Entonces, ¿por qué me resultó tan agradable una etapa que tantos temen?

Hubo muchos motivos. Uno de ellos, crucial, fue el tiempo a favor.
Decidir salir del ciclo laboral asalariado tradicional me permitió algo muy valioso: tener tiempo para la tertulia.
Recordé entonces que, cuando yo era adolescente, mis padres no disponían de mucho tiempo para conversar, pero mi abuelo piurano sí. Con él intercambiábamos ideas y leíamos libros. Era un lujo: pensar juntos.

Comparando mi experiencia como hijo con la que viví como padre, comprendí que el adolescente empieza a descubrir realidades distintas, a veces parecidas y a veces radicalmente diferentes de las nuestras. Llega con ese contraste de mundos, trayendo nuevas ideas, criticando los sistemas que nosotros damos por sentados.
Si encuentra padres aferrados a verdades inamovibles —heredadas de tradiciones familiares o religiosas, supuestamente exitosas— el choque es casi inevitable. Y si no hay espacio para el intercambio, el resultado puede ser peor: una rebeldía por omisión, una frustración sin diálogo.

La otra trampa es la sobrevaloración automática de la experiencia adulta.
¿De qué experiencia hablamos, si muchas veces hemos vivido repitiendo fórmulas ajenas como autómatas?
¿Acaso un adolescente despierto no puede darnos cátedra sobre la vida?

Más aún hoy, cuando la tecnología abre puertas a mares de información, nuestra tarea principal no es acumular datos, sino discernir: distinguir las fuentes confiables, entender los intereses detrás de cada mensaje y aplicar la lógica y el sentido común. (Ese sentido, dicho sea de paso, cada vez menos común, porque desde pequeños hemos sido bombardeados con ficciones tomadas como verdades).

En ese terreno me alineo con la ciencia y el método científico: la única postura honesta es aceptar que todo conocimiento es provisional.
Que estamos en un permanente ajuste de ideas.
Que nunca está dicha la última palabra.

En la vida —como en la ciencia— la verdad no se hereda ni se decreta. Se busca. Se duda. Se debate.
Y cuando creemos tener la palabra final, lo mejor que podemos hacer es callar... y seguir preguntando.

(Imagen extraída de https://www.vanguardia.com/entretenimiento/espiritualidad/el-dialogo-interior-HGVL412731)

Comentarios

esteban lob ha dicho que…
Con el paso de las décadas comprobamos las enormes diferencias en la relación padre-hijo-abuelo, a medida que nos desarraigamos en parte de
costumbres ancestrales, con ventajas y desventajas, como todo.

Saludos.

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