Cucurrucucú



Era de madrugada. Al ir al baño y prender la luz, escuché un inusual canto de paloma. Claramente la tonalidad de ese cantar era de reproche, pongámoslo en humano: eran improperios –por decir lo menos–.

Así que tenía nuevos vecinos. Se habían instalado en el tragaluz aprovechando su malla protectora. A partir de ese momento, al azar de mis visitas al baño, me enteré de sus rutinas. Pude sentir los diversos estados de ánimo expresados en sus cantos: alegres al amanecer y pausados al final del día. Hasta escuché el frenético aleteo y sus gorjeos de placer de cuando se amaban, cuya frecuencia, lo declaro con hidalguía, me causó cierta envidia.

Pronto –era de esperar–, llegó la prole. Su piar hambriento desde las ocho hasta las diez de la mañana hora en que llegaba un satisfactorio silencio seguramente por estar ya alimentados.

Al comienzo no hubo mucho problema con ellas, incluso muchas veces trataba de no prender la luz para no molestarlas, y a veces –sin explicación, solo por perversa humanidad– iluminaba la estancia para escuchar sus insultos.

Hasta que, mirándome frente al espejo, listo para afeitarme, paralizado y reflexivo ante la evidencia de los años en mi cada vez más irreconocible rostro, me percaté de un minúsculo, casi imperceptible, cosquilloso animalito que caminaba sobre mi brazo. Reunión familiar urgente. Tenemos un problema de salud casera.  

Estudiamos los detalles de las palomas: cuántas horas duermen, cómo se procrean, que bichos tienen en sus plumas y si éstos son dañinos para el ser humano. Llegamos a la conclusión que los bichitos –felizmente– no son portadores o vectores de enfermedades para los humanos, pero obviamente que son molestos y habría que eliminarlos. ¿La solución? Mudar a las palomas removiendo su nido, evitar que vuelvan, limpiar y fumigar la zona.

Hubo varias opciones para evitar que vuelvan. Recordé una solución que aprendí en San Miguel: esperando que una clienta llegue para recibir sus pedidos, me percaté que la gran mayoría de techos y azoteas tenían botellas transparentes de plástico llenas con agua. La única que no tenía era la de mi clienta, lo cual me causó curiosidad pues no había ningún ave posada allí.

–Usted es la única que no tiene botellas en la azotea ¿no le importa que lleguen las palomas?

–Sí me fastidiaban, sino que tengo un método buenazo para ahuyentarlas. He rodeado toda la azotea con “cidis” viejos, con la parte más brillante hacia arriba, el reflejo las fastidia y no se acercan.

Una posibilidad. Otras eran poner púas de acero galvanizado o usar comida con anticonceptivos. Hasta que encontramos una novedosa solución tecnológica. Una maquinilla alimentada por energía solar con un sensor de movimiento, al acercarse un ave a diez metros emite el sonido de un halcón y dispara una ráfaga de luz que ahuyenta a todas las aves.

Optamos por esta última, ahora en vez del piar de pichones tenemos el esporádico canto del halcón.

En el silencio previo al afeitado, escuché al artificioso halcón, sentí orgullo, era el triunfo de la inteligencia humana, pero una vez que se calló, pude escuchar a una paloma contestarle, de inmediato nuevamente el halcón, así, una y otra vez. Se me erizó la piel cuando intuí que estaba naciendo una curiosa amistad en el techo.

(Imagen de  https://www.salud180.com/salud-dia-a-dia/excremento-de-paloma-causa-dano-en-los-pulmones)  

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