Entradas

Mostrando entradas de junio, 2025

El marino de los rompecabezas

Imagen
Era la Lima de la hiperinflación, cuando el pan subía de precio entre desayuno y lonche, y la tecnología llegaba tímida como un rumor en la cola del pan. En esa época, mi gran amigo Vitucho —devoto del cómputo y visionario de los diskettes— ya venía guerreando con una Commodore 64, cuando aún el entorno Windows era solo un sueño húmedo de Bill Gates o Paul Allen… o ambos, en un garaje con aire acondicionado. Cuando empezaron a asomar las primeras máquinas compatibles con IBM y su glorioso DOS (todas letras blancas sobre fondo negro, como la conciencia de un político peruano), los diskettes comenzaron a ser desplazados por los discos compactos, que algunos pronunciaban “cidís” con solemnidad cuasi religiosa. Un día, Vitucho, escudriñando el periódico El Comercio como quien busca oro en el Rímac, encontró una oferta de cedés regrabables al por mayor. Sin pensarlo dos veces, me pidió que lo acompañara a recogerlos a un rincón algo misterioso de San Juan de Lurigancho. La aventura informát...

La felicidad de vivir en avenida Báltica

Imagen
  A finales de los setenta, cuando los pantalones acampanados se llevaban con seriedad y los zapatos Makarios eran símbolo de autoestima bajita pero firme, me regalaron un Monopolio nuevecito que dejé guardado como quien guarda una corbata en la infancia: con respeto, pero sin intención de usarla. También me obsequiaron un juego de fútbol mecánico —una especie de pinball futbolero de plástico— que tenía más épica que el Mundial del 78. Cada jugador tenía dos botones detrás de su arco, y una pelota que salía disparada con la furia de un meteorito chiquito. Lo jugábamos todas las noches con mi buen amigo Carlos “Calincho” Babá Fukuy, en la tienda de sus padres, usando una mesa que, además de comedor, era cancha, escritorio y, en algún momento, altar de la risa. El juego, noble pero mortal, sucumbió a tantas finales disputadas sin piedad. Cuando se rompió, Calincho me miró con esa tristeza de quien ve caer una república: —¿No tendrás otro juego? Y me acordé del Monopolio. Ahí empezó u...

El Leonardo Favio de Santo Dominguito

Imagen
Fui a mi primer concierto a los ocho años en 1975.  Vivíamos con mis padres y mi hermano en Santo Dominguito, una urbanización trujillana donde los veranos olían a polvo, aguardiente Cartavio y a radios mal sintonizadas. En esa época, el mundo llegaba en blanco y negro por canales enlatados, y uno debía conformarse con ver la magia entre rayas, fantasmas y zumbidos eléctricos. Pero un día, sin que lo esperáramos, la magia bajó del televisor y se subió a una mesa. A Santo Dominguito solían visitarnos unos primos de mi papá, los Castro. De todos ellos, había uno que parecía estar hecho de ritmo y palabras: Pelito, un tipo alto como poste de estadio, extrovertido, melódico —con él descubrí lo que era salsa—, y que había sido —nada menos— arquero juvenil del Alianza Lima (dato que, como buen hincha de la "U", menciono con la debida distancia afectiva, pero con respeto). Tenía una voz afinada y un carisma que convertía cualquier esquina en tertulia. Junto a sus cigarrillos Ducal, ...