¡Soy inocente!

 

Hoy que me tocó cocinarme un chaufita vegetariano, y no sé por qué detalle, la combinación culinaria trajo a mi mente una anécdota que me llenó de vergüenza pese a que no fui culpable de tamaña sospecha.

Era el año 1988, y el ferrocarril Central decidió brindar viajes de ida y vuelta a bajo costo desde Lima al pueblo medianamente cercano de San Bartolomé. El tren partía de la Estación de Desamparados, llegaba en tres o cuatro horas permaneceríamos un tiempo y regresábamos. Al llegar se podía disfrutar de la vegetación, pasear por el río y su ribera, respirando aire puro. Con mi mejor amigo —misios estudiantes universitarios—vimos la posibilidad de pasear con nuestras parejas y pasar un día inolvidable. El problema central del proyecto era el gasto en alimentación ya que estos restaurantes campestres siempre son caros y más cuando se trata de turistas sin opciones.

Mi gran amigo —estudiante de ingeniería económica— eurokeó con un plan magistral: «compramos en el mercado central: una botella de cuarto de sillao, 4 kilos de arroz, 30 huevos, 2 paquetes de hot dog “Popeye”, un cuarto de aceite, medio kilo de cebollita china y el kión fijo que nos lo regalan –puso sus cuentas y consumos en una pizarra—, y los ponemos en estos dos baldes de galón de pintura —los tenía allí, bien lavados por supuesto—, ¿cuánto comerán las chicas? Estimo que no lleguen cada una ni a un cuarto de balde, de manera que nos queda más de tres cuartos a cada uno, quedaremos satisfechos y con bajo costo».

¿Qué podría salir mal? La ausencia de pollo en el plato lo suplía con facilidad la cantidad de huevos y el hot dog. De inmediato —como estudiante de ingeniería química— me ofrecí a ser el que ejecute el proceso de elaboración de los baldes de chaufa. Obtenidos los ingredientes —puestos en planta, perdón, en casa— me levanté a las tres de la mañana a realizar el proceso.

Para cocinar el arroz, proyecté hacerlo en cuatro etapas o batches, lo cual me exigiría atención máxima —en aquella época no existían las relajantes ollas arroceras—, había que estar atento para bajar el fuego cuando seque. La siguiente etapa era cocinar los huevos en forma de tortillas y cortarlos, pero como el que piensa trabaja menos, se me ocurrió —viendo la gran cantidad de huevos— batirlos, echarles sal y agregarlos en el arroz y removerlos en plena cocción para que se cocinen juntos. Así, con la sartén solo me concentraba en sazonar y soasar el hot dog junto con el kión finamente picado y la cebollita china lavada y picada. Como a las 4 y media ya tenía listo los dos baldes bien mezclados. De ley había que hacerles el control de calidad a manera de desayuno, para regular organolépticamente la cantidad de sillao. Estaba rico, mas de inmediato me percaté de un detalle: no se notaba la presencia del huevo. Cuando llegué a la estación, al toque le comenté a mi amigo aquel detalle.

—Pese a que le eché los treinta huevos, no se notan.

—Debe ser que no los has podido ver porque era de madrugada, en tu cocina no hay mucha luz, ya veremos cuando nos toque comerlos, hay que evitar abrir los baldes para que se mantengan tibios —me respondió tranquilizador.

Cuando llegó la hora de comer —a pleno sol, bajo la sombra de un árbol—, todos nos percatamos del detalle.

—¡Está rico! ¡Buena sazón! Solo le falta un poco de huevito —dijo mi enamorada.

—Sí, la próxima con más huevo, ¡saldrá buenazo! Pero igual está rico, el hot dog le da buen sabor —afirmó la enamorada de mi amigo, quien al escucharla me miró con ojos entrecerrados expresando sospechas. Al rato estando solos:

—Compare, no le has echado todo el huevo, no se ve nada.

—Por mi mare que sí le eché todo, se perdió. La próxima la hago tortilla primero.

—La próxima yo cocino.

Entiendo por los indicios la eterna sospecha, hasta siento un poco de vergüenza, mas me sé y declaro inocente.


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