Los aretes
“Los aretes que
le faltan a la luna
los tengo
guardados para hacerte un collar,
los hallé una
mañana en la bruma
cuando caminaba
junto al inmenso mar”.
José Dolores
Quiñones.
El frío de
Santiago hacía inevitable disfrutar la calidez de un buen cigarrillo pese a las
advertencias de su médico, cada vez soportaba menos pasos sin agitarse, y los
accesos de tos cuando venían se hacían inacabables, pero esa sensación de tener
papas en la espalda contrario a los consejos se aliviaba con un cigarrillo.
–En verano,
¿vamos a Viña? –ella quería vivir antologías con él, cuando se ponía fría y
racional, buscaba información, esas molestias tenían mala pinta, y su actitud
no era la de un luchador sino de abandonarse satisfecho de haber vivido a su
suerte disfrutando lo que queda al máximo.
–Tú pensando en
el verano y yo que me caigo a pedazos.
–Pero ¿por qué no
la luchas? ¿por qué te abandonas? ¿es que no quieres vivir más tiempo conmigo?
–No es eso, no es
que no te quiera, pero ¿no has visto cuánto cuesta el tratamiento?
–Pero te lo
financian, te dan facilidades.
–¿Seguir viviendo
para después dedicarles la vida a esos hijos de puta?
–Lo que quieren
es salvarte y tú no ayudas.
–No voy a caer en
su jueguito, si llego iremos a Viña, la pasaremos inolvidable, pero no voy a
adeudarme de por vida, más bien reventemos mis ahorros hasta el final.
Pero él no podía
ni subir tres gradas sin ahogarse, y Santiago no era tan alto para ello, el aire
que baja denso por la cordillera le hacía sentir un frescor en los pulmones mas
el placer terminaba con la resequedad en la garganta y la tos que de inmediato
asomaba.
Eran dos seres
que la sociedad los había reciclado, ella llegó a Santiago desde el Perú y
consiguió un trabajo en una casa de reposo en Vitacura, se especializó en
cuidado de ancianos. Él, hijo de un emprendedor dueño de una reparadora de
calzado empezó a estudiar ingeniería comercial en la universidad, pero no pudo
pasar del segundo año por cuestiones de escaseces económicas en el negocio de
su padre. Pese al poco tiempo académico, gracias a su natural curiosidad en los
procesos comerciales. empezó a trabajar en una empresa de importaciones y fue
trasladado a Concepción donde se enamoró y casó. Estuvo 25 años trabajando
allí, pero algo pasó que volvió a Santiago y se enamoró de aquella peruana,
divorciada con una hija, pero con quien no quiso formalizar nada legalmente,
vivían separados y nunca quiso cometer el error de hacer vida en común con alguien
más, prefería una soledad matizada con compañía. La adoraba, confiaba en ella, pero
nunca quiso contarle el misterio de su vida en Concepción.
Fueron
relativamente felices, hicieron un par de viajes: uno a Buenos Aires y otro a
Foz Iguazú, lo pasaron muy bien hasta que el malestar pulmonar llegó a él.
Sentían que no quedaba tiempo, conscientes de ello quisieron sumar momentos
memorables.
Un día él le
obsequió un par de aretes, se los puso, pero en el momento de la intimidad se
los quitó con la boca, después de ello, la situación fue confusa pues
desaparecieron, él decía que se los vio puestos cuando se fue y ella decía que
los había olvidado en su casa.
Muchas veces se
encontraban en casa de él y ella llegaba cansada, pero con insomnio, él le
acariciaba la cabeza con unos golpecitos suaves de manera que pueda quedarse
dormida sin pastillas. Cuando él se puso mal llegó a acompañarlo su hermano, un
día ella se acerca a visitarlo después del trabajo y su hermano le da la
noticia que se sintió mal y que tuvo que internarlo de emergencia. Le pidió que
no se preocupe que la tendría al tanto de su evolución, intercambiaron números
telefónicos y chats virtuales. Al otro día escribió para saber cómo
evolucionaba y el mundo se le cayó cuando el hermano le comunicó que había
fallecido.
Las calles de
Santiago no eran completas sin él, caminar por la alameda, visitar la cuadra de
pitonisas, recorrer tiendas por Ahumada o ir al zoológico de la calle Pionono, resultó
insoportable así sea acompañada de amigos o de su propia hija. Se dio unas
vacaciones yendo a su natal Arequipa, ya en el barrio de sus padres en Alto Selva Alegre, se acostó pero no podía dormir,
y por esas cosas que pasan entre el sueño y la vigía lo sintió acariciándole la
cabeza con sus suaves y arrulladores golpecitos, ella sonrió relajada como si
la realidad no hubiese ocurrido, como si aquel frío fuera el de Santiago y no
el que venía del Misti. Antes de despertar feliz lo vio abriendo su cartera y
diciendo:
–Cálmate,
encontré tus aretes, te los dejo en tu cartera.
Al despertar,
allí los encontró, una energía envolvió su corazón, se los puso y rompió a
llorar.
Jorge Atarama
Sandoval, invierno 2022
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