Chucaque

 Cuando tenía 16 años me gustaba visitar a mi amiga Giovanna –a quien tuve el gusto de llevar como pareja de promoción al terminar el colegio –y jugar paleta frente a su casa, una especie de tenis pistero con una línea que simulaba una imaginaria red. Se armaban unos minicampeonatos espectaculares. Un día, estábamos haciendo un triangular con otra amiga, cuando de repente la pelota cae en un techo vecino. Entonces –siendo el único hombre–, decidí de inmediato treparme al techo para alcanzar la pelota. Me ayudaron a subir haciéndome “patita de gallo” (una especie de banco con las manos donde pisar), una vez en el techo devolví la pelota y al observar en panorámico desde arriba, me dio la sensación de que saltar desde esa altura me causaría un irremediable dolor. Para pensar en cómo podría bajar lo más fácil posible, decidí sentarme al borde y observar el partido entre mis amigas.

–¡Baja! –me gritó Giovanna.

–¡Jueguen!, ¡jueguen! ¡Desde aquí se ve espectacular!

–Baja, o ¿no puedes bajar?

–Sí, cuando me toque, bajaré.

–Ya te toca, baja.

Y en eso sale la mamá de Giovanna:

–¡Jorge!, ¡baja de una vez muchacho!

–No señora, desde aquí se ve bien bonito el partido– respondí.

–¿Sabes qué? ¡No jugamos hasta que no bajes! –agregó Giovanna. 

Y la gente que pasaba por allí decía: “¿Qué pasa?, ¿por qué no baja?”, y se quedaban esperando que salte.

Y salté. Me dolieron los tobillos, mas hice que no sentía nada. La gente siguió su camino, la mamá de Giovanna volvió a su casa y el triangular siguió su curso.

En la noche me sentía mal. No era gripe, pero sí una calentura como fiebre y un enrojecimiento de la piel y dolor de cabeza. En esa incomodidad extraña apareció mi abuela piurana Fausta: 

–Hijo, estás raro. 

–Me siento mal, me duele la cabeza, me siento con la cara caliente, me he medido la temperatura, pero estoy normal en 36 grados. No parece gripe.

–¿Habrás tenido alguna vergüenza?, cuéntame con confianza –me dijo mi abuela.

Y le conté. No se rio, pese a que ella era muy risueña. 

–¡Ah, hijo!, ¡tienes chucaque! Es por la vergüenza que has sentido –diagnosticó.

–¿Y eso?   ¿Cómo se cura?

–No te preocupes, yo te voy a curar. Quédate sentado.

Y se puso detrás de mí, metió sus manos entre mis cabellos a la altura del parietal, me masajeó la cabeza, enroscó un grupo de mis cabellos entre sus dedos y como si fuera a destapar un corcho de botella de vino, jaló con fuerza emitiendo un crujido. Me dolió.

–¡Listo hijo! ¡Ya te saqué el chucaque!

Efectivamente, el dolor de cabeza, la calentura, y la incomodidad desaparecieron mágicamente. Dormí plácidamente como si no hubiese pasado nada.

 

  




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