El arte de vender sanguito

 


Entre la fresca brisa del mar, las montañas de arenas sazonadas con conchitas, escalones primeros de los andes, surge entre sus faldas, con mucho orden, la ciudad de Ventanilla. En ella los julios de todos los años se levanta un circo con carpa remachada, pero colorida y limpia.

Cada año que voy, admiro esas ganas artísticas de vivir. Los mismos actores promocionan las funciones durante el día por las calles, atienden la boletería, actúan entre acto y acto vendiendo entremeses y juguetería.

Cuando veo la carpa desde una perspectiva panorámica, admiro la prodigiosa proeza de armarla y competir cromáticamente con las montañas arenosas. Como un derroche de triunfo, se aprecian en su cima el flamear de banderas bicolores recordando que las patrias son celebraciones de libertad, y no hay más libertad que el arte por el arte sin importar el reto de las dificultades económicas.   

Ya dentro. Observo imponente la parte más alta del recinto y me lleno de vértigo imaginando que alguien tuvo y tendrá que estar allí arriba. Comienza el espectáculo con payasos, acróbatas voladores, osados malabaristas que no fallan en su concentración pese a los aplausos y el llanto de un bebé cuyos padres ni por tamaña responsabilidad pueden perderse el evento. En el intermedio, nuestros héroes se acercan a las rechinantes tribunas de madera para ofrecernos sus productos, tomarse fotos y derramar gracia. Pero abajo, hay un super héroe vestido con descolorido traje de malla pegada que pudo ser azul o celeste, pantalón corto quizá alguna vez rojo, con capa amarillenta y simulando botas: unas zapatillas de lona con escarpines de desfile escolar. Debajo de esa capa, se adivina una pequeña joroba y si se lo ve de perfil una curvatura corporal cóncava propia de cuando por insistencia la tierra y su gravedad nos llama con los años acumulados. Vendía Sanguito. De inmediato me transportó a mi niñez en la urbanización Salamanca en Ate, cuando nos pasábamos jugando en la calle y ésta de cuando en cuando se convertía en un anfiteatro con la visita de personajes que nos vendían postres, frutas y piqueos. Así teníamos las fiestas de los humiteros bailarines a ritmo de cajón y otras percusiones, el heladero con su trompetita, el panadero con su bocina y el vendedor de sanguito –a quien no se nos ocurrió más que llamarle tío Sanguito– cuya particularidad era utilizar la cabeza como base para trasladar su dulce mercancía, a un precio módico, nos ofrecía su preciado manjar, nos retaba con sus adivinanzas y quien las acertaba era justo merecedor de una yapa.

Volviendo al circo. El Sanguito circense todavía no había actuado, por su edad y su difícil andar pensé que no actuaría. Pero en la actuación del mago, al fondo del escenario, detrás de las cortinas, lo atisbé haciendo una lenta calistenia. ¿Cómo sería su número? Me intrigó. La expectativa me comía y no me sorprendió que el mago Choquini parta en dos a una hermosa damisela no sin antes –con mucha consideración e higiene– pedir periódicos y bolsas para evitar manchar con sangre el escenario.

Después de los aplausos al ilusionista, el presentador pidió por favor para el siguiente acto después de recibir a don Prudencio con el crédito de un aplauso motivador, un respetable silencio pues era el acto de fondo, una proeza que requiere gran concentración. Apareció Sanguito, saludó sin sonreír, parecía nervioso, cansado, aburrido pese a los aplausos. Cesó toda música. Una ola de silencio poco a poco fue invadiendo el coso. Sanguito puso una silla de madera a modo de base. Se paró sobre ella. Le lanzaron otra. La colocó encima y subió, y otra. Otra. Otra. Sanguito subía y subía. Silencio total. Hasta el bebé que jodía con frecuencia en todos los actos entró en mutis. Sanguito parecía que caía, pero no. ¿Cuántos metros llevaba? Estaba a la mitad de altura con respecto a la cima. Y seguía, la columna vertical de sillas parecía tambalearse. Ni gritar. Ni suspirar fuerte. Sanguito podía desbalancearse. Mentalmente flotaba en el silencio un pensamiento casi público: “ya no más, mi entrada está pagada, te compro todo el sanguito que quieras con tal que bajes”. Pero Sanguito seguía rumbo a la cima. Hasta que llegó. se paró y de su calzoncillo externo de super héroe sacó una bandera bicolor. Necesitábamos saber si podíamos aplaudir. Pero el aplauso es el simbolismo de un abrazo y un abrazo lo podía hacer caer. El silencio era como una densa mano gigantesca que sostenía a Sanguito. Una soga colgaba al lado de esa peculiar columna de sillas. Por un momento pensé que Sanguito se descolgaría con ayuda de ésta. Mas no. Sanguito bajaría igual como subió, silla a silla. Cuando faltaban 7 sillas –porque íbamos contando cuanto faltaba– hubo un tambaleo y Sanguito cayó. Rodó y terminó con una rodilla y un pie en el piso, abriendo los brazos triunfal y por fin sonrió. Parecía que con los aplausos llegó un sismo bajo el tendido. Nos pusimos de pie y aplaudimos y aplaudimos y aplaudimos con la sensación que todo aplauso era poco y que teníamos una deuda eterna con Sanguito que se mantuvo incluso cuando agotamos al salir su mágico dulce.      

(imagen de wikipedia)  

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